Mola frente al espejo

Los lunes siempre entro a clase comentando alguna noticia. Me sirve para despertarlos en los primeros minutos, para introducir la realidad en el aula y para que entiendan que la literatura, en general, habla de mundos desconocidos que están en este. Luego, como buen pastor de contenidos, vuelvo al redil de lo que manda la ley educativa —o leyes, ya saben—.

Hace ya algún lunes y a pesar de haber sido trending topic durante todo un fin de semana, a mi alumnado le importaba un pimiento quién era Carmen Mola. ¿Es una cantante? Sí, la que salía en… ¿Esa es la de…? Solo una alumna de la última fila levantó la mano para destapar lo que días atrás habíamos conocido por los medios: que Carmen Mola, autora de la trilogía de La novia gitana y ganadora del nuevo Premio Planeta, eran en realidad tres señores con sus tres buenas carreras en el mundo del diálogo cinematográfico. Ahí es nada. Sin embargo, la sorpresa no llegó con eso. En clase, no hubo debate alguno. Son tres y una, fin para ellos. Yo habría debatido algo más, pero la cuestión fue que se interesaron porque El Premio —cada vez que lo nombraban lo llamaban así, El Premio—, era un millón de euros. ¿Por escribir un libro? Les expliqué que el fútbol no capitaliza la expresión “millón de euros” y por mucho que nos extrañe, el mundo editorial mueve mucho parné. Esa cosa que queda en nuestro plan de estudios reducida a una lista de nombres y obras que no han leído y que apenas les provocan curiosidad, repito, esa cosa mueve millones de euros. Ahora entendían mejor. Por supuesto me preguntaron cuánto había ganado yo con la publicación de mis libros, si los premios están al alcance de cualquiera, si podrían dedicarse en algún momento a escribir y vivir de las rentas. Respondí que debían empezar cuanto antes a entrenar, digo a escribir.

Como pude, reconduje el tema. Para colmo, el viernes pasado, les dije, fecha en que también se falla cada año el premio, 15 de octubre, fue el día de las escritoras, efeméride esta en honor a Teresa de Jesús. Les expliqué que se celebra para hablar de todas aquellas que escribieron tras un seudónimo masculino, para las que escribieron y olvidamos, para las que nunca pudieron publicar su obra por el hecho de ser mujeres y para las que están ahora escribiendo lo que leeremos mañana. Para ello hicimos un ejercicio muy simple. Les pedí que abrieran sus manuales de clase y buscaran en la parte de literatura los nombres de, al menos, cinco autoras que estuvieran en la masa del texto, no en los ejercicios ni en un cuadradito con un simple pie de página de los que sirven para ilustrar. El resultado fue asombroso para ellos y ellas: tres, de nuevo este número. A saber: Santa Teresa de Jesús, Sor Juana Inés de la Cruz y María de Zayas. Solo tres autoras se salvan de la quema histórica a la que anualmente no prestamos atención. Y es que no se trata de la calidad, indiscutiblemente. Se trata acaso de la verdad. Además, qué cansado es esto de intentar buscar una razón, por cierto, para que no se ofendan algunos señorones. Y desde luego, qué torpeza la nuestra al elegir manual, que esa es otra. Al fin, nombrarlas e incluirlas donde siempre han estado y en las aulas resulta un ejercicio fantástico, como abrir una ventana por donde entre la luz de tantas voces por celebrar a este lado de las sombras.

Así que, sí, tras el término trovadores, también se escondían las trobairitz o trovadoras —pero no, sigamos diciendo que el masculino engloba al femenino siempre, salvo cuando invisibiliza. ¿O tampoco?—. Y resulta que detrás de Fernán Caballero, estaba Cecilia Böhl de Faber. Y que María Lejáraga escribió Gregorio y yo: medio siglo de colaboración al final de su vida para constatar tras la muerte de su marido, Gregorio Martínez Sierra, lo que ya no podía esconderse más: que ella era la escritora de las geniales obras que habían salido con el nombre de él. Y les hablo de Rosario del Olmo, la periodista burdamente recortada de la foto más importante de Antonio Machado. Y también les digo que la familia de Carmen Laforet dejó de hablarle, pero no de presionarla, porque los contó a todos en Nada y que por eso ella no volvió publicar jamás una novela tan personal como esa, a pesar de la calidad y la voz que tuviera siempre. Y les hablo de Zenobia Camprubí, la otra cara del premio de Juan Ramón Jiménez. Y, claro, llego a María Teresa León y les hablo de su pulso para la escritura y su organización junto con otras escritoras de principios de siglo. Y estas son solo algunas verdades. Tenemos cientos.

En fin, qué quieren que yo les diga. Que si no las contamos a estas alturas, si no las leemos, es porque no queremos ver la realidad o la verdad. Y como recomendación invernal para encender la luz en este asunto, una novela y un delicioso ensayo: Hermana (Placer) de María Folguera, para empezar; y La rebelión de las lectoras de José Antonio Marina y María Teresa Rodríguez de Castro, para demostrarnos de una vez por todas que no solo existieron, crearon y tuvieron relevancia sino que estuvieron en los momentos más importantes de nuestra historia. Busquen y sorpréndanse. Para lo demás, siempre nos quedará Carmen Mola.

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