Infame turba de nocturnas aves

Desde los dieciséis años leo el periódico en formato físico todos los sábados. En mi nuevo destino la dueña de la papelería me guarda ya mis dos diarios con sus correspondientes suplementos. No me ha preguntado y no le he contado demasiado, pero hemos llegado a ese acuerdo implícito en la sonrisa matutina, en los convencionalismos habituales entre quienes todavía compramos la prensa en papel. “Cada vez traigo menos, porque es muy poca la gente que se lo sigue llevando”, me ha dicho algún sábado. La cuestión es que ahora, además, suelo comprarlo doble porque hay mañanas en que me acompaña, durante el último café y la primera cerveza, una buena amiga con quien comparto lectura y comentario. Tertulias de café a la antigua usanza en la plaza, que lo llaman.
Dice mi amiga, mientras coge el periódico con dos dedos, que pareciera que durante el verano nunca pase nada. Quizá tenga razón y durante los meses de estío estemos tan poco interesados en la realidad que sea ella la que se repliegue sobre sí misma hasta septiembre. Desde luego, se escribe menos información y se publican unos esmirriados diarios con noticias de becarios que deben ingeniárselas para llenar páginas con informaciones sobre las vacaciones de unos y de otras. Durante los meses de calor solemos no solo huir del trabajo —afortunados los que podemos—, sino además de la saturación informativa a la que nos vemos sometidos durante meses. Para mí, persona de radio diaria y de informativos para mitigar el silencio de la casa, el verano se convierte en un oasis de aire y libros. La única palabra que traspasa el umbral de la puerta es la de los amigos y la de los ejemplares que durante el invierno he ido acumulando como hormiga incapaz de leer durante el curso. Solo suelo permanecer atento a los crucigramas y a los suplementos culturales que puedo revisar frente a las olas o en una terraza junto al café. El resto, no por poco relevante, suele dejar de importarme durante al menos unas semanas. Por eso solo puedo dar las gracias, sentirme afortunado.
Sin embargo, replico a mi amiga que los veranos son cada vez menos veranos —incluso a pesar de ser más calurosos y amenazantes—, en cuanto a lo informativo. Este año, de hecho, apenas lo hemos notado. Lo digo por la cantidad de informaciones terribles que hemos recibido, por supuesto. Por empezar por algún lado, cuanto más sube la temperatura del planeta, más lo hace también la factura de la electricidad. Esta comparación es, en efecto, literaria. Detrás de la subida están la especulación, la búsqueda de beneficios a toda costa y la pasividad miedosa del gobierno. Y cuando por fin se hace algo, porque la desvergüenza de las eléctricas ha sido y está siendo como para haber estado en las calles y no de vacaciones, la necesaria oposición —que debería ser un elemento democrático útil— se dedica a defender a los oligopolios a los que llama “mercados” para zanjar el tema. Qué necesaria es una caña para sentirse libre, como dijo Ayuso, y más en verano, que añade mi amiga, aunque solo sea para desenredar la realidad y llamar juntos a las cosas por su nombre.
Me gustaría venir aquí a recordar que por adelgazada que nos llegue la información veraniega, empezamos estos meses con el asesinato de Samuel Luiz y los hemos cerrado con una manifestación de energúmenos gritando soflamas homófobas escoltados por la policía. Y sí que pasa, sí. Aunque solo sean los silenciosos rumores de crecimiento provocados cuando brota la mala hierba, la parasitaria enredadera de lo ruin, la infame turba de nocturnas aves que, cavernaria y tosca, avanza como lo hace un incendio. Quizá por todo esto merezca la pena haber estado atento este verano a las informaciones: para darnos cuenta de que la realidad ha continuado ahí fuera emitiendo latidos de volcán que amenazara con erupcionar en cualquier momento y vomitar lava reaccionaria. Dice mi amiga que igual no nos vendría mal estar preparados solo por si acaso. Pero brindemos una vez más hasta que no vengan a por nosotros.

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