Todavía algunos días después, se me hace extraño pensar en que se nos hayan marchado el genio, la figura y el talento de Antonio Gala. En la Fundación —al menos el año en que yo estuve— la fuente del claustro del antiguo Convento del Corpus Christi se activaba cada vez que Antonio llegaba a casa. Como ya sabrá mucha gente, pasó sus últimos años sin salir de allí, pero por aquel entonces todavía compaginaba su residencia en Córdoba con su finca llamada La Baltasara, actual casa-museo en Alhaurín el Grande. Su llegada siempre era un acontecimiento. Lo primero era, como digo, un rumor de agua que inundaba el claustro y subía hasta las habitaciones para terminar encaramado en el último rincón del precioso mirador que da a la Mezquita. «Ya está aquí Antonio», decía alguien y sabíamos que, cinco minutos antes de que sonase la campanilla que anunciaba el almuerzo, le gustaría vernos a todos en la puerta del antiguo refectorio y actual comedor para «pasar revista». Uno a uno iba saludándonos con besos y algún calificativo deslenguado que acompañaba de una sonrisa pícara y un tono entre cariñoso y divertido: «Yo solo insulto a mis amigos. A mis enemigos que los insulte su puta madre.»
Luego venían las comidas en una mesa que en realidad eran como seis pares enormes unidas formando una sola unidad. «Estáis engordando a mi costa», nos decía y se reía. En esto jugaba un papel esencial su inseparable escudero, su secretario y actual patrono de la Fundación, Luis Cárdenas. Y digo esto porque siempre intentaba sentarse en la otra punta de la sala para que los residentes pudiéramos tener más cerca a Antonio y así romper las barreras que la admiración o el respeto imponen muchas veces con alguien así. Además de un estupendo conversador, Cárdenas era la memoria externa de Gala. De pronto, una pregunta cruzaba la mesa: «Luis… ¡Luis! ¿Cómo se llamaba aquella señora… sí, la actriz… La de… », sin más. «Silvia Marsó», decía su secretario a lo lejos y continuaba como si nada. ¿Pero se puede saber cómo lo hace?, nos preguntábamos a veces. «Son muchos años… ¿qué queréis?»
Compartir el café era otra experiencia. A veces era un visto y no visto, y otras, en cambio, una tarde al sol para comentarlo todo: el pasado de la industria teatral y editorial, la profundidad de los personajes femeninos, las entrevistas como género, la personalidad de tal o cual y anécdotas, muchas anécdotas. «Ese título se lo regalé yo: No digas que fue un sueño», y de tan de pronto nos recitaba a O’Neil: «Dicen que existe la paz en los verdes campos del Edén. Hay que morirse para averiguarlo.» Y entonces cambiábamos el tono de la conversación. También hubo alguna vez que sus palabras parecieron llover sobre nuestros trabajos o sobre la forma en que alguien pasaba las tardes: «Aquí se viene leído. Dedica este tiempo a escribir.»
Cuando expongo en público mi estancia, la primera pregunta de muchas personas es si teníamos profesores o maestros que nos guiaran en el proceso. Y lo cierto es que no. La Fundación, definida por el propio Antonio es una comunidad pitagórica donde el pintor se apoya en el trabajo del escritor y el escritor en el del músico, como en una cadena de creadores que se suben a los hombros unos de otros para ver más lejos. El sistema motor de la Fundación Antonio Gala se basaba en lo que él denominó como «Fecundaciones cruzadas», que a mí ya dejó de sonarme como le estará sonando a ustedes. Siento desilusionar al despejar las dudas, no son más que reuniones trimestrales para mostrar el trabajo en medio de un círculo de crítica de los propios compañeros. Lógicamente, en la casa todos sabíamos qué estaba desarrollando todo el mundo y siempre, pero siempre siempre, acababas enseñando tu trabajo antes al resto de artistas para poder tomar el pulso de un personaje o de una situación. Pero cuando llegaban las «fecundaciones», en medio de todos se debían argumentar los caminos que nos trajeron hasta allí, los que movieron al protagonista o los que nos dejaron sin palabras durante dos semanas. Bien es cierto que nadie fiscalizaba a nadie, pero las críticas debían ser certeras como caricias o como saetas si el trabajo era insuficiente. Porque veces el silencio no se escoge. Otras, se aviene como una sucesión lógica entre trabajos, pero defenderlo en una beca como aquella resultaba complicado. Aprovecharla era eso, aprender sí, pero sobre todo escribir, pintar, esculpir, componer… Y nosotros siempre lo supimos. Éramos privilegiados y como tal lo vivimos, siendo conscientes de que un día se acabaría. «¿Que cuando se acabe esto qué? Yo a limpiar escaleras con mi madre. Así que tengo mucha necesidad de pintar cuando me acuerdo», decía siempre un compañero.
No hay espacio en este periódico para contarles todo. Porque fueron muchos días, muchas semanas, muchos meses. Porque cada día allí eran muchos equiparables a los de una facultad. Porque a todo esto se sumaban las visitas de artistas, músicos, representantes de instituciones, escritores, historiadores, periodistas, fotógrafos, etc. Era tal la confianza que muchos encontraban en la Fundación, que lo siempre lógico era que se quedasen todo un día, que hicieran noche y disfrutasen con los residentes de comidas y charlas que se alargaban o no dependiendo del invitado. Personas de la calidad crítica y personal como la de José Guirao, patrono de la Fundación, eran constantes. También lo guardamos en la memoria y lo llevaremos siempre en aquel mapa del cariño.
Finalmente, asumo que hemos perdido a Antonio Gala, sí. Porque se ha marchado el escritor y porque se ha ido la personalidad crítica que tan cívicamente abrazó siempre a su Andalucía elegida, a su Andalucía. Se nos ha marchado el agitador social que gritó aquello de «¡Viva Andalucía viva!» en su célebre conferencia de inauguración del Congreso de Cultura Andaluza que se celebró en la Mezquita de Córdoba el 2 de abril de 1978. Y definitivamente, con Antonio se nos ha marchado una de las labores de mecenazgo más importantes de la historia de nuestro país. Labor que seguirá viva mientras pueda, siendo como es heredera universal del propio Antonio. Pero, si somos honestos, ¿dejará Córdoba caer la Fundación y sus becas de creación para jóvenes si necesitara de sus apoyos? ¿Somos conscientes de lo que perderíamos?
La memoria del propio Antonio la guardamos entre todos, puesto que su legado es conocido. Pero las instituciones deben ser arbotantes del esfuerzo, porque su modelo funciona. Es fácil encontrar en internet el palmarés de los becarios. Luego, por supuesto, estaremos los residentes, memoria viva de un legado. Y les recuerdo que este pueblo no tiene uno, sino dos. Antonio nos quería y nos abrazaba como los de Rute. Porque siempre hablaba al uno del otro, al otro del uno. Y luego nos mencionaba a su Califa de su alma, su burro, que llevaba con mucho orgullo. Y también sus visitas al pueblo, sus aventuras con lo que ya era una anécdota ficcionada con uno u otro personaje ruteño. Por tanto, sirva este artículo como motivo de agradecimiento emocionado, como abrazo en la lejanía, como eco que resuene de algún modo para que su labor se reconozca más allá de los muros de su Fundación.