Sin noticias de la ortografía

Hablaba el otro día con un amigo sobre el enorme daño que las redes sociales están haciendo al modo de hablar y escribir de las nuevas generaciones. Él, lingüista de profesión, me refería que los jóvenes se han mimetizado de tal modo con Whatsapp, Facebook o Instagram que, incluso en un examen, hay casos en los que la redacción comienza con un: “Hola, ¿qué tal? Voy a escribir de….”. Sin lugar a dudas, para aquellos cuya única relación con el mundo digital en nuestra juventud fue la Enciclopedia Encarta y los mensajes de texto, esta situación se nos presenta algo grande. Y más aún, para los que amamos profundamente nuestra lengua española. No solo porque forma parte de nuestro medio de vida sino porque, en sí misma, nos la da.
Según un estudio sobre los hábitos de escritura de los jóvenes en los dispositivos móviles de la Universidad de Alcalá de Henares, se desprende que el 90% de los jóvenes entre 14 y 30 años ha admitido cometer faltas de ortografíacuando escriben en las redes sociales y otro 88,5% ha asumido que no cuidan la elaboración de sus textos al escribir en dispositivos móviles como lo harían en otro formato. Además, señala que en torno al 20% de los estudiantes de la ESO afirman “escribir como hablan”, datos todos ellos escalofriantes.
Nuestro estilo de vida, en el que la rapidez prima sobre todas las cosas, destaca a su vez por la falta de amor por la lectura, ambos factores que podrían situarse, entren otros, como primordiales a la hora de que nuestros jóvenes, no olvidemos que también incluye a parte del sector universitario, desechen la idea de que escribir bien es una necesidad.
Nuestro modo de escribir y de expresarnos dice mucho de nosotros mismos. No podemos ni debemos olvidar la relevancia de saber leer para saber escribir, saber escribir para saber pensar y saber pensar para poder expresar. No existe materia prima para la escritura más trascendental que la lectura, lo que nos permite crear obras no sólo con sentido lingüístico, sino bellas, profundas y ricas en un idioma cuyo Diccionario de la Real la Academia Española contiene 88.000 palabras. De media, un ciudadano utiliza unas 5.000 palabras mientras que, como dato relevante, podríamos citar que Cervantes en ‘El Quijote’ empleó casi 23.000 palabras diferentes. En un idioma cargado de sinónimos, es resulta capital referir que, si reducimos nuestro vocabulario, se empobrece nuestro pensamiento y, en consecuencia, somos menos críticos.¿Por qué las personas toleran no ser buenos lectores pero si les referimos que no saben escribir y, por consiguiente pensar, lastimamos su orgullo? Reflexionemos sobre ello.
Un idioma que atesora más de mil años de historia, cuyo embrión procede del siglo III antes de Cristo con el latín vulgar del Imperio Romano, que Alfonso X El Sabio afianzaría en el siglo XIII aceptando la escritura de obras importantes a nuestra lengua, del que solo en 2018 se registraron 76.000 nuevos títulos en las estanterías de las librerías españolas, que se alza como la segunda lengua más hablada del mundo y la tercera en importancia junto al inglés y al chino… ¿acaso no merece ser tenido en cuenta? Ya no es excusa el no tener acceso a la lectura, y tampoco lo es para nuestros jóvenes hacer un correcto uso de la ortografía, ese arte y sistema de escribir cada palabra como es su ser y de colocar cada letra en su sitio.
Inefable, etéreo, sempiterno, bonhomía, limerencia, acendrado, serendipia. Muchas son las palabras que, sin saberlo, definen todos esos matices de la vida con mayor exactitud de lo que pensábamos. Porque nuestra lengua es inmensamente rica. No hace falta utilizar la lengua como herramienta profesional para tener la necesidad de escribir correctamente, como podríamos pensar que debiéramos exigir a los periodistas o lingüistas. Escribamos bien por amor propio, por el placer en sí mismo de hacerlo, porque somos dueños de nuestras palabras, y logremos que existan noticias de orografía, pero noticias de las buenas.

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