¿Batallas perdidas?

¡Sí, las almas, finales!
¡Las últimas, las siempre
elegidas, tan débiles,
para sostén eterno
de los pesos más grandes!
Las almas, como alas
sosteniéndose solas
a fuerza de aleteo
desesperado, a fuerza
de no pararse nunca,
de volar, portadoras
por el aire, en el aire,
de aquello que se salva.
Pedro Salinas

A Carmen Flores, una buena mujer, servicial y cariñosa,
que en paz descansa ya. Y en la memoria siempre.

La reciente muerte de Pablo Ráez, el joven de Marbella enfermo de leucemia que ha impulsado la donación de médula, ha tenido un fuerte impacto social. Ni su coraje ni su juventud ni el trasplante recibido le sirvieron para vencer su enfermedad, aunque sí para afrontarla con encomiable serenidad y optimismo. En la prensa se le ha pintado como un héroe. Y lo ha sido. Pero plantear como una lucha el enfrentarse a la enfermedad o la muerte puede conducir a la melancolía o a un esfuerzo casi sobrehumano para el que a veces flaquean las fuerzas. A menudo – por no decir siempre, si se trata de la muerte – llevamos las de perder. Ella tiene ganada la batalla. No obstante, mientras haya vida, hay que resistir. Está comprobada la importancia de la actitud con la que se encara la enfermedad. Por eso, es bueno hacer acopio de fuerza de voluntad para mirar de frente al infortunio y a los reveses del azar. Desgraciadamente, no siempre se gana la batalla y eso no significa que no se haya luchado bien. Se puede ser un héroe aunque se pierda. Y héroes son los que reciben un terrible diagnóstico con entereza y dignidad y los que plantan cara a la discapacidad propia o de alguien cercano. Pero, en verdad, no somos más que seres humanos, vulnerables e indefensos ante un destino a veces fatal. Y habrá quien esté abatido, cansado de luchar en vano, viendo que la mejoría no llega ni se la espera. También esos que ya no tienen ni fuerzas ni ganas de sacar músculo ante la enfermedad merecen reconocimiento. No les apetece luchar. Se han cansado de empujar un día y otro hacia delante sin ver avances. Y es que solo somos personas, alejadas de la épica y las grandes hazañas. Vivir es ya de por sí la mayor de ellas. Encarar un diagnóstico desolador, el paro que no cesa o una pérdida irreparable requieren una heroicidad enorme. Y no somos héroes con poderes especiales como los de las películas o los tebeos. No surcamos el aire volando ni subimos por las paredes. Somos solo de carne y hueso, ilusiones y sueños, y salimos al paso de la vida y sus golpes sin más impulso que nuestro tesón, sin más armas que nuestra dignidad y una voluntad capaz de mover montañas de desaliento.
Heroicamente, sin ser un héroe, el ser humano se enfrenta cara a cara a su destino, al dolor, a la penuria, a la soledad, al desengaño. Resiste admirablemente, sabedor de que, en mil frentes de la vida, ceder o darse por vencido es permitir que gane el enemigo, sea éste la enfermedad, la injusticia, la pobreza, la corrupción, la violencia contra las mujeres, el acoso escolar o tantas otras realidades amargas que nos cercan.
Humano es el afán de lucha, el crecerse en la dificultad. Resistir es vencer. No es resignarse. Es no venirse abajo. Es intentar mantener a flote el ánimo, izada la esperanza, por más que la agiten los vientos del desencanto. “Sobreponerse es todo’”, dijo el gran poeta Rilke. En gran medida, la vida es eso: sobreponerse a ausencias, fracasos, abandonos, desplantes, tristezas y chascos. Es, incluso, emplearse a fondo en causas perdidas de antemano: como el maestro que a diario se vuelca en alumnos desinteresados, apáticos o con verdaderas dificultades para aprender; como el cuidador que se esmera en quien depende de él, aguardando un milagro que no viene; como quien bebe vientos que nunca van a soplar en su favor y quiere sin esperanza de ser querido y sin recompensa. Muchas inversiones en la vida lo son a fondo perdido, sin devolución ni intereses, sin ton ni son. En apariencia, son batallas perdidas. Pero no lo son en realidad. Somos también lo que perdemos, lo que nunca tuvimos, lo que solo soñamos y nunca tendremos. También eso somos. Y nos salva la dignidad con la que levantamos la persiana cada mañana para vivir un día nuevo o aquella con la que asumimos las contrariedades, pese a las que seguimos viviendo. Esa dignidad por la que – incluso perdida la batalla de ayer, y la de hoy perdida – salimos a diario a la calle con la ilusión en ristre al encuentro gozoso con lo mejor de esta vida. La dignidad que nos hace ganar hasta cuando perdemos la partida.

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