¿Quién cuida a quienes cuidan?

A quienes necesitan ser cuidados
y a quienes cuidan a otros,
dejándose la vida y la piel en ello.

“Quien ayuda al prójimo se ayuda a sí mismo.”
Tolstoi

Cada vez vivimos más. Esto – que, sin duda y en principio, es positivo – trae consigo el problema de cuidar a las personas mayores, normalmente a cargo de familiares entregados en cuerpo y alma a ellas. Según las estadísticas, cada vez hay más mayores que viven solos en un país como el nuestro, uno de los más longevos del mundo. El estado debe velar por ellos y por quienes los cuidan, a menudo renunciando al trabajo y sin ayudas de ningún tipo. Pero no solo los mayores demandan asistencia. También enfermos o dependientes de cualquier edad requieren cuidados. Y, casi siempre, las personas destinadas a cuidar son mujeres. A este ámbito, como a otros, se resiste a llegar la igualdad. Entonces, surge la pregunta: ¿Quién se acuerda de quienes cuidan y de que lo hacen muchas veces dejando sus propias vidas relegadas, aparcadas, posponiendo proyectos, pagando el altísimo precio de la renuncia? Para quienes cuidan, la vida se suele volver una rutina continua de horarios y entrega absoluta. No hay tiempo para el ocio y el panorama que ven a diario tiende a ser triste y desolador. Se confrontan a cada paso con la enfermedad, con los interrogantes más grandes de la existencia, con el misterio del dolor. No saben – nadie lo sabe – cuál es – si la hay – la razón última del sufrimiento, ni qué sentido tiene estar en una cama postrado, con llagas y escaras, o vivir sin memoria. La vida, para quienes cuidan, se convierte en una sucesión de pastillas que hay que dar cada equis horas, en asear, dar de comer, darse. Saben que ellos también tienen que cuidarse, pero no saben cuándo. Les ha tocado cuidar y lo llevan como pueden: a veces, con resignación y amargura, pero también, por lo general, con aceptación y dignidad y con la satisfacción de estar haciendo lo que quieren y deben, y de sentirse reconfortados con la ternura que les produce el desvalimiento de quienes no se valen por sí solos. Muchos no desean enviar a su familiar a una residencia, no ya por no exponerse con frecuencia a la crítica, sino porque consideran que deben cuidar personalmente a quien les cuidó. Pero no siempre pueden costear tener a alguien que les releve, siquiera unas horas, para que puedan salir a tomar el aire y los cuidadores acaban, en ocasiones, exhaustos, agotados de cuidar, de oír quejidos y lamentos, o de ver sufrir. Presos de su impotencia, dolidos. La vida que les gustaría llevar queda muy lejos. Entienden que cuidar es su responsabilidad, pero echan de menos una ayuda. Mañana, a la hora de repartir bienes, acudirán de aquí y de allá los que en vida estuvieron ausentes. Pero quien cuida, normalmente, se ve solo. No reciben visitas. Algunas amistades, cansadas de escucharle decir a quien cuida que no puede salir, dejan de llamar. Otras, para animar, le dicen que esta etapa tan dura que ahora atraviesa pasará y podrá volver a entrar y salir y a viajar. Pasará, sí, pero, quizás, cuando pase, tendrá disponibilidad, pero a costa de una ausencia inmensa y es posible que las ganas de viajar se le hayan ido para entonces o ya no tenga salud para hacerlo. Porque los cuidadores invierten sus años de plenitud en cuidar. Cuando dejen de hacerlo, acaso sea tarde.

Mucho se viene hablando de la “ética del cuidado” desde hace tiempo, por Carol Gilligan y antes, entre otros, por la pensadora alemana Hannah Arendt. Habría que reforzar los servicios sociales, la ayuda a domicilio… Que quienes cuidan dispusieran, al menos, de unas horas al día en las que poder despejarse y distraerse. Un estado que se define como social debe velar por el bienestar de sus ciudadanos, que no solo son votantes y contribuyentes.

Lo cierto es que es preciso cuidarse para poder cuidar. Hay voluntarios que ayudan, pero las personas que cuidan son un colectivo grande y, a menudo, silencioso y olvidado. Casi nadie les echa cuentas. Mientras, sus vidas pasan entregadas a la tarea de cuidar a otros y nadie les va a indemnizar las muchas horas invertidas en hacerlo. No piden mucho. Tan solo un descanso, un fin de semana que otro libre… porque no son de hierro y se vienen abajo, y se rinden.

         Cuidemos a quienes cuidan. Hay que aliviarles en lo posible el fardo de penas y obligaciones que cargan a sus espaldas. Merecen, en medio de su esfuerzo, un respiro, aliento y resquicios para reponer fuerzas y seguir volcándose en quienes cuidan. Quienes son todo un ejemplo de entrega desinteresada y de cómo afrontar la adversidad, merecen cualquier cosa menos enterrarse en vida.

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