LOS RECELOS DE MI MEMORIA

Recuerdo cariñosamente cuando nuestro profesor de filosofía en el instituto intentaba que llegásemos a entender lo que defendían los primeros autores presocráticos. Frente al inmovilismo de Parménides, estaba el cambio de Heráclito. Yo no llegaba a saber entonces por qué tenía que ser sólo una de las posibilidades, cuando la vida está llena de cosas que se quedan y cosas que cambian. Tampoco entiendo otras situaciones que se plantean como dicotómicas, cuando abarcan enormes posibilidades. Es el caso de la innecesaria polarización que existe en la actualidad en el panorama político de España. Evito hablar en público de política, pero creo necesario hacerlo en este momento, sabiendo que mi opinión puede no ser comprendida ni compartida por algunos o muchos, lo que entiendo y respeto. No deja de ser una opinión, la mía, y no tiene que corresponder a la verdad ni a lo que creen otros.
Mi memoria me lleva a una infancia oscura durante los primeros siete años de mi vida, que yo no percibí hasta que me regalaron en el colegio un gran poster de las últimas palabras de Franco y otro con las primeras del Rey Juan Carlos, cuando aquél falleció. Desconocía lo que significaba entonces una dictadura, ya que mis padres no mencionaron comentarios al respecto en esta fase en la que viví felizmente en el campo. Sin embargo, desde la mirada de un niño, percibía que los mayores estaban algo nerviosos allá por noviembre del 75, preocupados por cuál sería el rumbo que iba a tomar nuestro país. Y fue el adecuado, aunque costó, por el ruido de sables, por los muertos que provocaba el terrorismo, por las cabezonerías de siempre, por la necesidad de amortiguar la solidez del Antiguo Régimen con la debilidad de la naciente Transición que nos llevó a la Democracia, y cuajó gracias a los Pactos, que escribo en mayúscula porque fueron un ejemplo de entendimiento que a la larga nos traería verdaderamente el progreso, palabra que hoy en día ha perdido su significado, por usarse con desatinos en exceso. Suárez y González fueron buenos presidentes en su época, por gobernar para todos y por buscar el bien común. Fumaban juntos, y hablaban. El primero, luchó contra su propio partido y lo que representaba de herencia franquista, apostando por el cambio y dando tal vez entonces demasiadas concesiones, lo que se llamó “café para todos”, que podía haberse tamizado después. Soy de los que piensa que las leyes, pasado un tiempo, a lo mejor hay que modificarlas, pero haciéndolo con un consenso, con rigor, y no por necesidades impulsivas de última hora, falsas, tramposas e interesadas. El segundo, en su primera época, supo renunciar al marxismo y hacernos entrar en el Mercado Común Europeo y la OTAN, usando un lenguaje abstruso para conseguir lo último. Después vinieron otros presidentes que se encontraron el trabajo casi hecho, dejándose llevar por inclinaciones privatizadoras alguno, y por intervenciones estatales, otro, o por la pachorra y desgana, alguno. Y luego llegó ese adonis narcisista, prepotente y mentiroso que nos gobierna en la actualidad, que fue expulsado por su propio partido, y que renacido, en vez de subir a los cielos, nos está llevando a los españoles al infierno de la confrontación permanente, con el único afán de mantenerse en el poder, deseado por muchos y compartido también con muchos “descosidos” que no desean para nada seguir con las reglas del juego. Nuestro presidente no es sólo capaz en este momento de romper la baraja si no se juega como él dice, sino de imponer una baraja propia y nueva, con sus cartas marcadas desde el principio.
Hasta aquí podría decirse que la descripción que hago de ese que nos desgobierna se basa en partidismos, filias y fobias. Daré razones, entonces. La primera, es que, en democracia, se respetan precisamente sus valores esenciales, y aquí no se está respetando lo básico. Desde los emisarios adláteres, se preconiza que son los otros partidos los que no acatan la Constitución, cuando es él el que intenta burlarla para satisfacer los chantajes de los separatistas, independentistas y excompañeros de los terroristas. Insisto. Esto no había ocurrido nunca en nuestra historia reciente. Y aunque intenten camuflarlo, maquillarlo, y llevarnos finalmente a su aceptación, convenciendo a algunos, a mí no me convencerán. Siempre se ha cedido ante los partidos catalanes y vascos, económicamente, sobre todo, pero fue a partir de Zapatero cuando se creó una especie de grupo que consideraba apestados a los que no formaban parte de su corralito ideológico, naciendo, precisamente en Cataluña. Desde ahí, nada fue igual. Desde entonces, el encontronazo político ha pervivido y ha florecido incluso más, llevando a numerosos prosélitos a entrar en esa vorágine de identidades y odios, de maniqueísmos ideológicos y de alejamiento, de egoísmos y falsos reconocimientos, de equivocaciones no corregidas.
De errores. Sí de errores, porque el que cree que sólo él tiene razón la pierde de entrada, porque gobernar de forma autoritaria azuzando a los perros mediáticos contra el adversario desata su más bajo instinto democrático, porque no todo es válido para esa profesión, porque la mentira continua no convence ya a la mayoría, ni siendo mil veces repetida, porque estamos hartos de tanta dependencia carroñera, meretriz, desleal y traidora que sustenta un poder debilitado, necesitado de demasiado cariño externo, vacío de sus propias señas de identidad inicial y que desorienta y desanima a sus propios militantes y votantes, excepto los mileniales iniciáticos, soñadores y seguidores de sectas y demiurgos mágicos.
He defendido muchas veces, en privado la mayoría, que tal como está el panorama español y los resultados electorales desde hace años, merecería la pena entablar diálogo entre los dos partidos mayoritaritos, alternando presidencia o número de ministerios en función de los escaños conseguidos, buscando el bien para todos, que es el objetivo último de la Democracia. No sirve que la memoria nos lleve al cuadro del “abrazo” de la Transición, cuando nuestros representantes patrios solo se sustentan en el de los “garrotazos” de Goya. Pero la política, convertida en empresa, queda esposada sumisamente a las peticiones deletéreas de los acreedores de votos. Otra cuestión necesaria sería también cambiar nuestra ley electoral.
No tengo una opinión clara sobre si Cataluña debe seguir perteneciendo al resto de España o no. No sé si sería mejor que se independizara. Pero desde luego, lo que sí sé, es que lo que no pueden sus representantes políticos es invadir la convivencia pacífica del resto de los españoles de forma supremacista, arrogándose ser mejores que el resto, pidiendo que los otros le paguen su deuda y buscando el alejamiento precisamente desde esa aversión identitaria. Eso llevó al nazismo, por ejemplo. No pueden tampoco establecer un chantaje permanente que sea justo el que mantenga el equilibrio inestable de nuestro (des)gobierno.
Podría pensarse que redacto este artículo embebido de un brebaje del PP, lo que entendería. Nada más lejos de la realidad. Mi forma de pensar no come con ningún partido, sino con la Ética, los Valores Humanos y la Democracia real. Pero he de decir que hoy he tenido que criticar lo que quiere conseguir el gobierno actual, porque es el que lo está haciendo de esta manera, igual que lo criticaría si cambiaran las siglas y partidos. Una vez le dije a un amigo mío, algo que recordará: “Yo no cambio, sino que voto a unos u otros, según lo que cambien ellos o dejen de responder a su verdadera esencia o significado”.
Para mí sería mucho más fácil e inteligente no haber escrito este artículo, porque crea displicencias y malas interpretaciones. Pero creo que, en determinados momentos, incluso las personas de a pie, debemos expresar lo que sentimos, de manera clara, defendiendo verdaderamente la Democracia y el bien común. No hacerlo sería un acto de incoherencia. Muchos defienden que el fin justifica los medios. Yo no. Y mi Memoria Democrática, es ésta.

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