Esa huidiza felicidad

  “La verdadera felicidad es disfrutar del presente”

  Marco Aurelio

“Cierras los ojos

y “esto es la felicidad” te dices”.

Karmelo C. Iribarren

 

 A la memoria de Carmen Molina Herrero.

                                                                                         Y a mis amigos Puri Ginés Ortuño

                                    y José Julián Tejero Molina,

  con mi sincero aprecio.

 

Nos pasamos la vida persiguiéndola, pero es fugaz. Se esconde, a menudo, donde menos se la espera: en el rincón de un día cualquiera o en una acera soleada del calendario. Puede ser un rato de charla, un viaje, un café compartido o a solas en un lugar donde refugiarse del trajín de los días. Es un atardecer impagable, un beso, un abrazo, un hijo, un amor al fin correspondido, la recompensa de un sueño acariciado, un paseo tranquilo, la lluvia esperada, el cielo al amanecer, una noche de luna llena… Una canción, un libro, unos versos, una siesta tranquila, una cabezadita en el sofá, un baño sin prisa, un helado, un mensaje que ilumina la pantalla y el día… Dicen que el dinero no la da, pero contribuye a ella. La brindan, sobre todo, las cosas que nos dan cobijo, esas en las que nos guarecemos si sube la marea de los problemas que surgen al paso. La lista sería interminable puestos a contar todas las cosas que conforman nuestra vida y la hacen plena.

Grandes pensadores, como Séneca, Russell, Ortega y Gasset, etc., han escrito sobre la felicidad. Y cada cual sabe dónde la encuentra y guarda en el cofre imaginario de la memoria trozos de días felices: juegos de infancia, días de colegio y recreo, tardes de columpios en el parque o de paseos en bicicleta, de salidas en pandilla… Son nuestro ajuar más preciado. Con ese bagaje de felicidad sentida hacemos frente a la vida y sobrellevamos sus embestidas.

La felicidad no se alcanza con la tarjeta de crédito. Más bien, está trenzada de cosas sencillas. Y tan pronto llega como se va. Ya parece que estaba aquí y, de pronto, se esfuma. Basta para ensombrecerla un contratiempo, la frustración de un proyecto largamente planeado, la maleta deshecha tras un viaje que no llegó a realizarse. Permanentemente, los humanos andamos recomponiéndonos después de más de un chasco y tras cada desengaño, como si fuésemos, pese a todo, “la enloquecida fuerza del desaliento…” (que dijo Ángel González). Una y otra vez, y van unas cuantas, nos ilusionamos y, acto seguido, vemos marchitarse la ilusión. Tanto que, a veces, dan ganas de no ilusionarse más y que sea el azar quien haga y deshaga a su antojo.

Sabemos que la felicidad son ráfagas, destellos de complicidad con la vida, tabores en los que la realidad se transfigura y parece soñada. Pero es huidiza. Como el tiempo, no se deja retener. Ahora la tenemos aquí, al lado, y mañana no se sabe. Un diagnóstico feroz o la enfermedad insoslayable son suficientes para que pesen las horas y se empañen los días. La clave estará entonces en no querer ser feliz a toda costa y permanentemente, sino en conformarse con los fogonazos de dicha que el almanaque regala. Si la ponemos fuera de nuestro alcance, en cosas que no dependen de nosotros, llevamos las de perder. A nadie podemos confiarle nuestra felicidad. Porque sabido es que el ser humano es egoísta – sálvese quien pueda – y va a su avío. Andamos, por lo general, más preocupados de nuestro bienestar que del ajeno. Y, amén de egoísta, el ser humano es muchas veces voluble. Produce desazón y sorpresa la capacidad humana de pasar de un extremo a otro en el péndulo de los sentimientos. Muy a pesar nuestro, personas que ayer nos profesaban un afecto que parecía sincero de pronto nos ignoran y ni nos saludan. Ayer estaban ahí y hoy ya no. Nos borraron de su agenda y de su vida sin empacho ni reparo. Si nuestra felicidad dependiera de otros, aviados estábamos. La gente, normalmente, no reacciona como esperamos y, con honrosas excepciones, nadie se desvive por nadie. Por eso, más vale buscar la felicidad en momentos y situaciones que nos hacen sentirnos bien, aun sabiendo que, por lo general, no hay prórroga que valga y lo bueno expira pronto.

Cada día ofrece un montón de oportunidades de ser y sentirse feliz, a nuestra manera. Debemos aprovecharlas y no dejar pasar trenes que no han de volver ni esos resquicios por los que la felicidad se cuela en la agenda. A diario debemos buscar nuestros oasis cotidianos, todo eso que no quisiéramos que acabara, lo que hace que cobre sentido esta briega continua que es la vida, con su despertador sonando cada día, lanzándonos al mundo, por si nos tropezáramos algo parecido a la dicha. O la dicha misma, tan eternamente deseada y tan esquiva.

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