Según el recién desaparecido Javier Marías, podemos decir que existen dos tipos de novelistas según la forma que tengan de desarrollar su labor creativa. Por un lado, encontramos los llamados «escritores de mapa», que son aquellos que, antes de empezar a escribir, ya tienen marcados no solo los senderos que surcarán sus personajes, sino que además son capaces de tener detalles de trama e investigación mucho antes incluso de poner la primera palabra. Desarrollan una escaleta que puede ser algo tan sencillo como un pequeño resumen por capítulos o tan intrincado como una hoja de Excel donde acumular datos a lo largo de páginas y páginas. La seguridad de un mapa les aporta la tranquilidad de que no se bloquearán ante el blanco de un nuevo capítulo. Eso, por supuesto, no quiere decir que no puedan abandonar la velocidad de crucero de vez en cuando y bañarse en alguna playa virgen.
Por otro lado tenemos los llamados «escritores de brújula», grupo al que pertenecía el mismo Marías. En una entrevista suya en el ABC de noviembre de 2004 diría: «Yo, sin embargo, no escribo con mapa sino con brújula, que no quiere decir que lo haga a ciegas sino tal vez solo a tientas, de tal manera que los ríos, desfiladeros o bestias inmundas los voy descubriendo también yo mientras avanzo en la historia.» Y así, según su definición, un escritor de brújula es aquel que tiene una primera idea de su novela —bien del principio, como él mismo, o del final— y la desarrolla intentando descubrir a sus personajes poco a poco. Los escritores de este tipo suelen perder en tranquilidad lo que ganan en libertad prorrateada. Como entenderán, volviendo a la idea del viajero de crucero, estos novelistas son aquellos que conocen el lugar del que parten y muy seguramente aquel al que quieren llegar, pero durante el trayecto son capaces de mantener un ritmo de improvisación adecuado que les hace avanzar de forma distinta en su aventura.
Cuando yo escribí mi novela nunca supe que yo era escritor del segundo grupo —sin compararme con Marías, por supuesto—. Por suerte, luego descubrí los mapas, que pueden llevar tanto tiempo como la novela misma, pero que son de un disfrute abrumador. De hecho, también soy un profesor de mapa. Las leyes educativas nos obligan a realizar una programación previa al curso —mapa educativo—, un documento flexible que puede adaptarse a medida que avanza el curso, sobre todo debido a las necesidades del alumnado. A pesar de todo, siempre me ha gustado la improvisación, la inclusión de novedades a mitad de camino, la realización de actividades que les hagan conocer el mundo que existe más allá de las clases de Lengua. Más de una vez lo he comentado en estos artículos.
Sin embargo, nos enfrentamos a un curso completamente nuevo, con una legislación que afecta a los cursos impares y con una avalancha de nueva burocracia que se incrementa considerablemente si uno tiene una tutoría. El profesorado ha recibido la LOMLOE como un martillazo que, además, ha venido acompañado de unas instrucciones no del todo concluyentes de la Junta de Andalucía a modo de brújula. A estas alturas, con el curso empezado y comenzando a poner notas, el profesorado espera una orden andaluza que nos permita entender de qué forma vamos a evaluar en los cursos impares. Es decir, lo iniciamos todo con un parche en el lugar donde deberían estar los mapas. Lo llaman curso de adaptación precisamente porque no han proporcionado una formación a los profesores. Entiendan que nos enfrentamos a una novedosa y no por ello peor forma de entender la educación, eso es así. Pero estamos solos, y eso también es cierto. El viraje hacia otro modelo educativo se produce tan bruscamente que los mapas todavía están por dibujarse. Entiendan entonces que empiece así el cuaderno de bitácora de este nuevo curso —algo pesimista y algo esperanzado—, pensando en que ojalá nos espere buen puerto en algún lugar de junio, aunque ya les digo que ninguno acabaremos, este años al menos, descubriendo América.
¡DESTACAMOS!