Zambra, la herencia del duende

  • La XXX Noche Flamenca consolida a la aldea ruteña como un festival referente y preservador de las mejores esencias del cante, el toque y el baile


Galería XXX Noche Flamenca de Zambra

Dos palabras se han repetido insistentemente en la XXX Noche Flamenca de Zambra. Una es “aniversario”. Treinta años de un festival con tanta solera constituyen sin duda una ocasión especial. La velada que acoge lo más granado del cante, el toque y el baile ha puesto a esta aldea y por extensión a Rute en el mapa del duende. De ahí que la Peña Cultural Flamenca de Zambra, organizadora del evento, se haya volcado más si cabe para la ocasión. La aldea acoge a lo largo del año multitud de eventos relacionados con este arte Patrimonio Inmaterial de la Humanidad. Y de cara al plantel de artistas, se había preparado uno de los más completos que se recuerdan. Para dejar constancia, la “bienvenida” al público asistente era la impresionante colección de carteles de estas treinta ediciones, desde la primera en aquel lejano 1993 a la actual.

  • La baja inesperada de Mayte Martín fue cubierta con holgura por Sandra Carrasco, que encandiló con sus cantes marcheneros

No fue la única nota emotiva. La otra palabra repetida fue la de “herencia”, la que se ha trasmitido en estas tres décadas y la que traen en su arte los protagonistas de este año. Antes de que sonaran los primeros compases, el presentador, el periodista y flamencólogo Manuel Curao, anunció todo esto que estaba por venir. Lo que no imaginaba es que él mismo también sería homenajeado. Escoltados por el alcalde de Rute, David Ruiz, y la alcaldesa pedánea de Zambra, María del Carmen Jiménez, Curao recibió la insignia de la peña de manos de José Luis Hinojosa y Juan Antonio Pedrazas, presidente y secretario, respectivamente. A su vez, el presentador cedió la placa conmemorativa a su hijo, que lo había acompañado por primera vez a la aldea.

Sería el propio Curao el que insistiría en la idea de la herencia para introducir al primer invitado de la noche. El Crespo Zapata, alias flamenco de Emiliano Domínguez, se ha reconvertido del mundo del rock y la canción de autor al del cante para hacer que la figura de su padre siga de algún modo presente. José Domínguez, El Cabrero, es el principal referente de la Noche Flamenca, el artista que más veces ha repetido sobre el escenario junto al río Anzur. Su hijo calentó motores sobre las tablas homenajeándolo con algunos de sus cantes más identificativos: soleares, serranas o los característicos fandangos reivindicativos.

El ambiente se caldearía por completo con María Terremoto. Su apellido artístico lo dice todo del linaje que lleva dentro. Gracias a ese árbol genealógico, no sólo lo borda por tarantas, tangos o alegrías, de Cádiz y de Córdoba, las dos ligadas. En realidad, lo abarca todo. Canta sentada o de pie, con micrófono o a pelo. Y si es necesario, se levanta y baila, agitando al cuadro que la acompaña y encendiendo a un respetable entregado a esas alturas (aún tempranas) de la noche.

El mismo nombre artístico de Rancapino Chico indica su raigambre flamenca. El chiclanero dejó su impronta por soleares, tientos o bulerías, confesando su admiración tanto por el cante gitano del que se enorgullece como por leyendas como Valderrama. Tras él, el azar quiso colocar en el orden de actuación a otra heredera artística. La baja de última hora de Mayte Martín por una afección de garganta llevó a buscar un reemplazo de garantías. La organización lo encontró en Sandra Carrasco.

Como matizó Curao, no era una sustitución, sino “una alternativa”. No le faltaba razón. Son talentos demasiado personales como para pensar en una comparación. Si Rancapino se confiesa deudor de Valderrama, Sandra Carrasco lo es de Pepe Marchena, quien tantos carteles y rivalidad artística compartió con el de Torredelcampo. La onubense homenajeó a su admirado con cantes tan típicamente “marcheneros” como la “Milonga del melón sabroso” o la “Soleá polá”. Pero también rindió tributo a la Niña de la Puebla y sus sevillanas por alegrías o al más reciente y recordado Manuel Molina.

Tras el pertinente descanso, esperaba uno de los platos fuertes. Farruquito no canta ni falta que le hace, y no porque de ello se encargue el cuadro flamenco que le acompaña. El pequeño genio hispalense expresa el duende bailando en un vertiginoso e hipnótico movimiento de brazos y piernas, en un taconeo que grita su pasión, hasta el punto de entablar un diálogo sin palabras con su terna de cantaores.

Para recuperarse de la intensidad del bailaor había que apostar por la fiabilidad de alguien como Julián Estrada. El pontanense, primera y única insignia de la peña hasta este año, se entregó por farrucas, granaínas, alegrías, fandangos, bulerías en los bises o una impresionante serie de tangos. Más bien fue un popurrí, con guiños al Paquiro, “Anda jaleo” y hasta un fandango por tangos en homenaje a la propia Zambra. Demostró así por qué es el artista que más ha repetido tras El Cabrero, acompañado por un pletórico Manuel Silveria, probablemente la guitarra más inspirada de la noche, con permiso de la de David de Arahal, el compañero de Sandra Carrasco.

Quedaba el broche, que corrió a cargo de Jesús Méndez. Tenía que estar a la altura de lo que significa este festival, el paraíso del cante jondo: alegrías, seguiriyas, soleares, los palos más exigentes, los que criban al mero aspirante de la figura consagrada. El reloj de la parroquia de Nuestra Señora de Gracia, en la parte alta de la aldea, había marcaba las cinco de la madrugada cuando la XXX Noche Flamenca llegó a su fin. Son ya treinta décadas recopilando la esencia del cante, el toque y el baile. Es, a su vez, una herencia abierta, porque el legado de este festival singular continúa agigantándose.

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