Viajes de estudios

Dicen que los jóvenes han perdido los valores, que están enganchados a las pantallas, que apenas si entienden el mundo que les espera en cuanto bajen de la burbuja que supone para ellos el instituto y, sin embargo, ahí estaban: guardando cola para la Ciudad de las Artes y las Ciencias, dándose consejos sobre qué ver primero y qué dejar para después, compartiendo confidencias con los profesores a la sombra de la Sagrada Familia, emocionándose hasta la lágrima con alguna obra de arte, pidiendo ver el último amanecer en la playa y cediendo su lugar en el bufé a la gente mayor. A veces, basta con alejarlos del horario escolar, de las rutinas, para que empiecen a brillar como lo ha hecho esta promoción de nuestros chicos y chicas.
Entonces, ¿sigue mereciendo la pena organizar estas aventuras en las que cuatro adultos abandonan la tranquilidad de su día a día para acompañar a 86 adolescentes? Bueno, déjenme que antes de contestar, trague saliva. Luego les diré que sí, si lo entendemos como un aprendizaje para toda la vida. Por supuesto, no enseñamos para que nuestros jóvenes naden en una pecera —al menos ese es mi pensamiento—, lo hacemos para que aprendan a nadar y, luego, se lancen a un mar abierto. Y aunque estas excursiones supongan para muchos un viaje más con el plus de ir acompañados de tantos amigos y compañeros, para otros es la primera salida del nido. Lo sé porque muchos nos lo han confesado. Es para estos últimos para quienes se piensan estas actividades durante toda una semana. Esto, sumado al valor pedagógico que le suponemos a los días de convivencia, a la autonomía y la confianza que les cedemos, a la cierta madurez que nos muestran para tomar decisiones en un momento determinado e incluso en la cantidad de emoción que ponen en los días previos, ya es un buen montante. Es más, podría afirmar que el aprendizaje más significativo, la situación más edificante que puede ofrecer la escuela, es un viaje de estudios, porque lo que recuerdan lo harán para la vida y no para un examen.
Como decía, para algunos alumnos ha supuesto el primer viaje fuera de su localidad. El profesorado es plenamente consciente de la cantidad de realidades en que vive nuestro alumnado y por eso sabemos también el esfuerzo económico que para muchas familias es mandar a sus hijos una semana a gastos pagados. Por eso, desde aquí hago un reconocimiento a muchas familias que han apretado cinturones durante estos meses porque confiaban en esto tanto o más que el profesorado. De hecho, lo que muchas veces no se ve —ni se valora lo suficiente— es la carga que durante el viaje asumimos precisamente los profesores. No somos turistas, ni monitores, ni guías profesionales. Somos docentes que, tras meses de clases, reuniones, tutorías, dudas y pocas certezas, accedemos a acompañar a una cantidad enorme de adolescentes —como dirían ellos— 24/7. Se duerme poco y mal. Cuando debería comenzar el descanso, los responsables del hotel nos pedían que nos convirtiéramos en vigilantes, y los chicos, por su parte, en aliados. Conciliar eso requería enormes dosis de inflexibilidad y de todo lo contrario, de complicidades y buena —buenísima— voluntad por parte del alumnado. Cuando por fin conseguíamos llegar a la cama, me acordaba de la estampida de Jumanji: puertas que se abren y se cierran, carreras por el pasillo, pero todo en un silencio tan elegante que no dejaba lugar a la protesta. Apenas si conseguíamos dormir anticipando cada posible contratiempo con mis compañeras como si fuéramos estrategas. Cualquier error —una posible pérdida, un retraso, una queja, un paseo demasiado largo— puede desatar una tormenta que, en tiempos de redes sociales y susceptibilidades, no siempre se puede frenar. Y aun así, lo hicimos, nos fuimos con ellos. Quizá fuera porque creemos que valía la pena, porque sabemos, como he dicho arriba, que hay cosas que no caben en el aula.
Cuando la dosis de confianza se equilibra con la responsabilidad de un alumnado serio cuando ha de ser, loco cuando puede, pero siempre disfrutón, las cosas funcionan. El viaje con nuestro grupo de cuarto de ESO a Valencia y Barcelona fue una buena muestra de ello. Hemos compartido confidencias, madrugones, risas, comidas, atracciones, charlas profundas sobre el amor, los celos, la vida, el machismo, las ausencias, la carrera, las asignaturas…., y además, nos hemos conocido fuera del corsé que supone la rutina. Hubo respeto, puntualidad, colaboración mutua, integración, amores, museos, paseos y distintos hoteles. Imaginamos que habrá habido mucho más detrás del telón. Lo sabemos. Pero queremos creer que para ellos, ha sido la experiencia que suponíamos, el momento que necesitaban.
Por todo esto, cabe recordar que los viajes de estudios son una parte esencial —y no solo anecdótica— del proceso de enseñanza-aprendizaje. No son un capricho ni tampoco un premio, sino una oportunidad para aprender desde otro sitio, para construir la memoria colectiva de toda una promoción de jóvenes.

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