Verano en vena

A quienes han sobrevivido heroicamente al virus.
A quienes libran a diario su propia batalla contra la adversidad.
“Una vida sin amor
es como un año sin verano.”
(Proverbio sueco)

Estamos casi a las puertas de un verano nuevo, quizás algo más relajado que el anterior, porque va habiendo mucha gente vacunada, pero la situación dista de ser normal. El alma y el cuerpo quieren acortar distancias, pero el virus y sus variantes no dejan de acechar. Hay gente deseosa de viajar y otra temerosa de hacerlo. Irse de vacaciones deja de ser algo relajado si hay que someterse a pruebas de detección del virus antes de coger el avión y se mira con recelo al viajero de al lado. Nos conformaríamos con que fuera un verano como los mejores que recordamos, tranquilo, sin sobresaltos, aunque tengamos que seguir llevando mascarilla. Un tiempo de descanso, sin sesiones telemáticas de trabajo, sin horarios apretados. Un tiempo para ser y disfrutar de lo cotidiano, aunque tampoco haya fiestas, verbenas ni ferias este verano.

Si a algo enseña la vida, es a aceptar y, entre lo deseable y lo posible, aceptamos esto último porque otra opción no queda. Sentimos la pulsión de soñar, pero a cada paso nos tropezamos con la realidad, que, a veces, tozudamente, va poniendo palos en las ruedas. En buena medida, estamos a merced del azar, inermes ante inesperados virajes de la suerte, expuestos a cualquier zancadilla del destino. Más de una vez, vamos por lana y salimos trasquilados y, aun así, perseverantes y hasta ilusionados, no dejamos de ir adonde deseamos.

En realidad, los humanos, que tantas veces suscitamos reproches, somos también dignos de reconocimiento. Porque hay que tener mucho coraje para jugar una partida que sabemos de antemano perdida y para aceptar el paso del tiempo, la vida y sus desplantes, sus idas y venidas. El año pasado salíamos a los balcones a aplaudir a los sanitarios, pero, en realidad, muchos de nosotros merecemos ese aplauso por haber afrontado el miedo, la enfermedad y la pérdida de personas queridas. Y, en general, con pandemia y sin ella, por sobreponernos al dolor, por levantarnos cada mañana y afanarnos en nuestra tarea, con mejor o peor fortuna. Un aplauso por haber vivido el último año renunciando a lo que nos gustaba, aparcando proyectos, viajes, encuentros… Una ovación por abrazar la vida sabiendo que, más de una vez, no tiene conmiseración con nosotros. Y por no tirar la toalla y resistir y sobreponernos y, con más ánimo o menos, seguir alzando la persiana cada día agarrados a la esperanza que nos sostiene. “Sobreponerse es todo”, dijo Rilke. Por eso, con el corazón herido o recompuesto y el peso de la vida a las espaldas, hacemos frente al calendario. Y, como en el famoso poema de Kipling, volvemos al comienzo de la obra perdida, cual Sísifo tenaz que no deja de empujar con fuerza la piedra que no consigue llevar a la cima.

Y en éstas llega junio y la vida parece querer deslumbrarnos de nuevo. Nos tiende la deseable tumbona del verano, la tentación del sol y el agua, de las noches al fresco charlando y tomando algo… Habrá quien no esté para nada y quien tenga miedo a lo que pueda venir: a perder la salud, la memoria, la compañía que ahora tiene, la ilusión… Ojalá que para esa gente el verano obrara el milagro y el sol en la piel les caliente el alma, y la ropa más ligera les alivie el peso de la mochila que cargan. Ya podría la vida tener un detalle este verano y portarse bien con quienes peor lo han pasado últimamente. Dejar que salgamos a la calle sin temor y nos cobremos al contado y sin más plazos los abrazos y besos postergados. Que, después de todo un curso trabajando, podamos, al fin, disfrutar del descanso.

El caso es que estamos a las puertas del verano sin saber qué va a depararnos, deseosos y acaso algo asustados. Queremos disfrutarlo, que la piel abandone unas semanas el blanco níveo de los meses de invierno, aprovechar los días largos… Buscamos el oasis del verano tras la larga travesía del desierto que es el resto del año. Necesitamos comprobar que la vida es más que madrugar para trabajar, poner disfrute en la balanza en la que pesan más los sacrificios. Sentir que vivimos. Vivir lo que sentimos. Necesitamos como el comer que llegue el verano y, con él, el lado más amable de la vida. Queremos una dosis de energía que nos haga ver que la vida es más que acumular preocupaciones y pagar facturas. Ojalá que el verano compense sinsabores y dé sentido a los días, y, aunque conscientes de que aún hay que mantener la distancia de seguridad y otras medidas, vivir la vida sin cortapisas. Queremos, a ser posible, inyectarnos el verano en vena, en definitiva.

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