Ver sin ser visto

Así hoy me descubro,

en este siglo aciago,

esperando milagros cibernéticos

y el cantar de los pájaros al viento.

Javier Benítez Láinez

Hay una actitud muy frecuente, que es la de llevar la vida del que está al lado. Eso requiere una dosis notable de tiempo libre. Es lo que José Mota parodió con la famosa “vieja del visillo”, aunque también hay cotillas del sexo masculino. Pues bien, esa actitud, de ver sin ser visto, prolifera en las redes sociales y en los grupos de “Whatsapp”. Llama poderosamente la atención la gente que solicita ingresar en uno de esos grupos, pero después no interviene jamás. Sucede lo mismo en “Facebook”. Hay gente que te pide amistad y no sabes para qué. No pía jamás. Es comprensible la actitud de aquellas personas que no usan las redes sociales ni la mensajería instantánea en el móvil porque no sienten la necesidad de hacerlo o no tienen tiempo. Lo que supone un enigma, un misterio insondable, es la presencia en esos medios de gente que nunca da señales de vida, pero está ahí, viendo si cambias tu foto o no, o si te conectas mucho o poco, y todo sin soltar prenda. Suscita curiosidad y cierta aversión esa actitud entre fisgona y sigilosa. Porque las redes sociales surgieron para comunicarse y su esencia estriba en compartir cosas y relacionarse con otros. Por eso, es saludable usarlas con naturalidad y no estratégicamente o solo como un medio de beneficiarse de lo que hacen los demás, sin aportar nada propio. Ese comportamiento no es universalizable, es decir: si todos nos limitáramos a ver lo que hacen otros, dejaría de funcionar el invento. De manera que las redes sociales y la vida, en general, se mueven por la gente que se arriesga a dar su opinión, a ser criticada, por la gente que comparte, que da y se da, más que por los que actúan de manera taimada y calculada, llevándose más de lo que dejan, succionando contenidos ajenos sin decir nunca “esta boca es mía”. Es más cómodo siempre opinar sobre lo que hacen otros. Lo más complicado es exponerse a recibir dardos ajenos, a que los demás sepan de qué pie cojeamos – si es que no cojeamos de los dos.

Según como nos comportamos, dentro y fuera de Internet, así somos. Los sociólogos y psicólogos tienen mucho que decir sobre el papel que las redes sociales representan en nuestra sociedad hoy día. Y nuestra sola experiencia daría ya para elaborar varios trabajos de investigación de interés inusitado. Porque en estas redes encontramos de todo: exhibicionismo, personas que nos solicitan amistad y al poco desaparecen o nos bloquean para que no podamos verlas ni contactar con ellas; radares cautelosos que todo lo captan pero no emiten señales de vida, personas que no le dan a “me gusta”, no vaya a ser que parezca que les gusta lo que les gusta… ¡De todo! Las redes sociales no son un mundo paralelo: son una extensión de la vida real, otra manera de estar en el mundo. Por tanto, en ellas se encuentra lo mismo que en la calle: personas comunicativas, abiertas, generosas, que comparten todo lo que pueden, por si así benefician a otros. Y algunas – muchas – que están en plan “aquí me las den todas”, displicentes, sentadas a verlas venir, pendientes de lo que hacen otros y sentadas en la orilla de la comodidad, sin querer mojarse, sin nadar y guardando celosamente su ropa. Podríamos afirmar sin reparo “dime cómo usas las redes sociales o “whatsapp” y te diré como eres”. Porque incluso ese estar sin estar, calladamente, golosmeando lo que otros hacen, refleja un modo de ser y delata. Por supuesto, es respetable el silencio de quienes, por timidez o dificultad para relacionarse o miedo al qué dirán, permanecen callados. Pero se supone que, si se da el paso de tener un perfil en las redes, es porque se quiere estar en contacto con gente y no ser un mero espectador de historias ajenas. La esencia de la vida es compartir porque somos seres sociales (“animales políticos”, como dijo Aristóteles hace siglos). Y, una vez más, probablemente, en el punto medio, entre la exhibición y el hermetismo, entre el narcisismo y la alegría de ver que gusta lo que se comparte, esté la virtud. Las redes sociales no deberían mostrar la vida que no llevamos y nos gustaría llevar ni ser únicamente un instrumento para asomarnos a otros muros, a otras vidas, sin dejar que se acerquen a la nuestra. Porque nadie nos obliga a estar en las redes sociales, pero, si se está, que sea con la verdad por delante y sin marcar las cartas. Y, ya que no es posible estar en ellas a cara descubierta, al menos que se descubran las almas. Y que otros se asomen a nuestro mundo como nosotros al suyo. Que en el intercambio de opiniones y vivencias estuvo, está y estará siempre el gusto.

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