Una carta de Howarts para Manolito

Allá por los primeros años del dos mil, yo tenía catorce y recién comenzaba mi vida académica en el IES Nuevo Scala, donde ahora imparto clase como profesor de Lengua Castellana y Literatura. A la vez, las novelas de Harry Potter comenzaban a ser un fenómeno editorial que pondría de manifiesto muchos matices de nuestra realidad, pero principalmente que los niños y las niñas leen. Otra cosa es que lean lo que verdaderamente les importa o les apasiona. Es más, si se me permite el atrevimiento, también pusieron de manifiesto la necesidad imperiosa de fantasía que teníamos muchos lectores de trafalgares y lazarillos.
Sin desmerecer nunca a nuestros clásicos y mucho menos a nuestros maestros, lo que nos brindó Harry Potter (todavía sin películas que deslumbrasen a los no-lectores, esos otros muggles), fue la posibilidad de recibir una carta a una edad determinada que nos llevase directos en un expreso a Howarts, colegio de magia y hechicería donde todo fuera posible. De hecho, yo siempre me pregunté si no me habría llegado la mía porque a mí, al principio, Harry Potter ni fu ni fa. Yo siempre me había visto reflejado en otra historia muy distinta. Nunca supe quién le estuvo contando mi vida a la nunca suficientemente reivindicada Elvira Lindo para que escribiese Manolito Gafotas, pero lo cierto es que a veces me daba vergüenza. Imagino que debía cambiar algunas cosas para que no se supiera que hablaba de mí (¡el viejo truco!), pero era evidente que hablaba de mí, de mis amigos, de mi hermano (que no era el Imbécil, pero hacía las mismas trastadas), de mis vecinos, de mi barrio (Carabanchel alto era como nuestro Barrio Bajo), etc. Durante temporadas enteras, vi a mi abuela parar de leer para reírse a carcajadas. “Es que los niños estos tienen tela”. Cuando la cosa la montábamos nosotros en casa, por lo que fuera, teníamos siempre menos gracia.
La cuestión es que yo acabé abandonando los libros de Manolito Gafotas porque me daba vergüenza admitir que yo también cantaba coplillas, que había hecho algún viaje con mi padre en su camión y que, al fin y al cabo, la mía era una familia normal, de un pueblo normal. A mí, que siempre me han salvado los libros, lo que me apetecía era una carta lacrada que me asegurase aventuras y una varita de Ollivanders. Durante mucho tiempo imaginé que un colegio como Howarts sería algo muy distinto a un instituto público donde, creía, lo más excitante que podría pasarme sería aprender a usar el imperativo copiando ejercicios del libro de texto. También en aquel momento, quizá por arte de magia o por mero aburrimiento, empecé a escribir. Pero esto es otra historia y les será contada más adelante, que diría Ende.
Sin embargo el tiempo, que todo lo muda, y quizá también la nostalgia, que aporta un brillo dorado a cualquier edad pasada, hicieron que volviese sobre mis pasos, sobre mi pueblo y sobre las historias que me habían marcado desde niño. Ahí comencé a reivindicar a mi abuela, a las mujeres de nuestra zona, a las costumbres más nuestras. Comencé un proceso de reflexión sobre mis lecturas y mis referencias, sobre el concepto de originalidad que, como decía Chillida, no hay que olvidar que viene de origen. Es por eso que, entre las muchas ideas que se me agolpan cuando pienso en aquella época, rescato algunas: 1. No me da ningún pudor reconocerme en Manolito porque siempre fue símbolo literario de la clase de la que veníamos mis amigos de entonces y yo; 2. Que Howarts, desgraciadamente, no existía, pero que cualquier instituto público cuyo profesorado esté bien formado e informado tiene buenas clases de Defensa contra las artes oscuras (se escribe así pero léanse machismo, homofobia, racismo, bulling, etc.); y 3. Que, hoy día, las cartas para colegios fabulosos, aquellos que llegarán adonde supuestamente nunca va a llegar un público de nuestro país, no volarán hacia los Manolitos y las Manolitas, sino hacia esos seres mitológicos que todavía llamamos princesas.

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