A quienes sufren la horrible guerra.
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“Tristes guerras
si no es amor la empresa.
Tristes. Tristes.
Tristes armas
si no son las palabras.
Tristes. Tristes.
Tristes hombres
si no mueren de amores.
Tristes. Tristes.”
Miguel Hernández
Nunca imaginamos tener que vivir una pandemia como la que aún padecemos, aunque parece que va remitiendo. Tampoco sospechamos jamás asistir en tiempo real a una guerra como las del siglo pasado o cualquier otra. Hasta ahora, conocíamos la guerra por los libros de Historia. Ahora estamos viendo imágenes de ella en directo. Contemplamos perplejos el dolor y el desconcierto de un pueblo bombardeado por una gran potencia con ansias nostálgicas de imperialismo y evidentes intereses económicos. Asistimos con impotencia e incredulidad a una guerra de la que se hacen eco las redes sociales y los medios de comunicación y ante la que solo podemos desear que acabe pronto. Pareciera que se trata de una película bélica, pero es tristemente real y lo que vemos está aconteciendo no demasiado lejos de esta Europa nuestra, que viene de un horrible pasado de odio y enfrentamientos. Después de un siglo XX tan cruento, no imaginábamos que nos pudiéramos ver envueltos en una guerra de nuevo, con amenaza nuclear por medio. A pesar de tantos avances tecnológicos, comprobamos que nada hemos avanzado si seguimos resolviendo los conflictos con armas, que es tanto como recrudecerlos.
Las consecuencias de la guerra de Rusia contra Ucrania son incalculables, no del todo previsibles. Serán muchas las pérdidas de vidas humanas, miles los refugiados en otros países. La guerra hará que suban los precios, que escaseen algunos productos y, en consecuencia, que empeore el nivel de vida de muchísima gente que ve cómo su destino está en manos de un dirigente capaz de haber declarado sin piedad y sin inmutarse una guerra de la que solo se sabe cómo ha empezado, pero no adónde puede llevarnos.
Desde aquí podemos y debemos ayudar. Urge ser solidarios con los ucranianos, víctimas inocentes de esta guerra; gente que, de la noche a la mañana, ha visto su vida quebrada y trocada su suerte: niños con futuro incierto, jóvenes con proyectos truncados, mayores obligados a salir de su tierra sintiendo en lo más hondo la tremenda punzada del desarraigo…
Al común de los mortales se nos escapan las causas de esta guerra y solo vemos con absoluta desazón de qué horror es capaz el ser humano, tan poco humano tantas veces, aunque conforta ver también muestras de solidaridad en quienes envían alimentos de primera necesidad a Ucrania o están dispuestos a acoger a los refugiados que vengan huyendo del espanto.
Habría que parar esta locura de la guerra lo antes posible. Es lamentable comprobar que los conflictos entre países no se solucionan dialogando sino con violencia, con misiles, tanques y fusiles. Nada hemos aprendido del sufrimiento de otros tiempos. Nada. Todas las guerras son la misma: gente que mata y gente que muere o se ve obligada a abandonar su vida de siempre, su país y su casa. Siempre el mismo espanto, la misma desesperación, idénticas miradas perdidas en quienes se refugian en el metro o en un búnker solos o con niños pequeños, a los que quieren proteger y hacer creer que la vida, pese a todo, es bella. Tan bella como cruel e injusta.
La guerra provoca siempre la desolación de ver hasta dónde se puede llegar por puro egoísmo, la incomprensión ante la crueldad infinita que lleva a bombardear hospitales o a destruir viviendas con total indiferencia hacia las posibles víctimas. El rearme de muchos países echa por tierra el deseo de paz, que parece ser solo eso: un deseo amenazado en cualquier momento por quienes tienen en su mano el destino del mundo con solo apretar un botón. Tantos siglos de civilización para ver que los seres humanos se siguen matando y que sigue imponiéndose la primitiva y horripilante ley del más fuerte.
Ojalá se pueda parar esta guerra a tiempo de evitar males mayores y pese a que el daño ya está hecho. Pero es muy difícil frenar la maldad y el poder ejercido con prepotencia, como difícil es recuperar la confianza en el ser humano, en general, cuando estamos viendo a algunos desprovistos por entero del menor atisbo de humanidad. Y, sin embargo, resiste, impertérrito, inquebrantable, el deseo, acaso ingenuo, de que acabe pronto esta guerra en Ucrania y todas las que haya. Ojalá que la primavera que está al llegar haga que, frente a tanta muerte, impere la vida sin amenazas de guerra. Ojalá que, entre todas, sean del color que sean, se impongan la vida y la esperanza por bandera.