Hace ya algunos años de aquel autobús que me llevaba al cerro de la Cartuja en Granada donde descubrí a Ángeles Mora. Ella era ya una de las grandes poetas de este país y yo, por entonces, solo un estudiante de filología que odiaba subir a la Faculta de Filosofía y Letras caminando. En ese momento, la empresa de buses Rober concertaba con el Festival Internacional de Poesía de Granada la colocación de poemas de variados poetas en las ventanas de los vehículos. Resultaba una agradable distracción, sobre todo si uno acababa entre estudiantes y mochilas apretujado cual sardina en lata frente a aquellos versos. Y ahí, dos años después de haber salido del instituto de Rute y otros dos de haber comenzado la carrera, fue donde acabé frente a ‘Elegía y postal’ de Ángeles Mora. Recuerdo perfectamente la sensación de estar leyendo un gran poema por varios motivos. El primero de ellos es porque al modo en que también pasa con las buenas canciones, uno puede recordar alguno de sus versos nada más terminar el texto: No es fácil de casa, de costumbres, de amigos. Otro, porque el giro final, donde Mora levanta el telón para mostrarnos el espejo de la metáfora, hace que el poema tome un color distinto: Y mucho menos fácil,/ ya sabes,/ cambiar de amor. Pero es que, además, uno no sale indemne. Es la clase de poemas que uno se lleva puesto.
Además de darme a conocer a Ángeles Mora, esos versos me han acompañado en muchos momentos. A veces solo la primera parte, a veces la segunda y el final. La cuestión es que en cada ocasión en que he recogido los bártulos para mudarme —pertenezco de alguna manera a una clase de generación errante que vaga de alquiler en alquiler—, he recordado lo difícil que me resulta, y cada vez más, cambiar de casa. Cuando era un estudiante que convivía en un piso con compañeros y que habitaba en soledad una habitación, la mudanza no solo me parecía algo divertido, sino además necesario. Viví catorce años en Granada y terminé dos licenciaturas, un máster, un trabajo y unas oposiciones. En todo ese tiempo, he recordado más de nueve mudanzas. Y tan feliz. Casi todo lo que tenía cabía en un par de viajes de mi viejo Ford Ka morado al que mis amigas llamaban «la berenjena». Entonces, cambiar de casa y de compañeros era también cambiar de vistas, aprender a encontrar la Alhambra en las ventanas de los pisos que se quedaban vacíos a final de curso. Era un motivo para la despedida de uno y para la bendición de otro piso. Hacerse mayor tenía mucho que ver con el cambio de concha, como con los cangrejos ermitaños.
Pero, como en el poema, la vida también levanta el telón y cuando el amor se rompe, también parte por la mitad toda una casa. Ante el peligro de derrumbe, una mudanza se convierte en un acto de huida, una escalera de incendios donde solamente florece la prisa. Y luego deshacer las maletas, las cajas y llenar nuevos cajones con cosas que ya nunca encuentran su lugar. El caos acaba ordenándose, claro, pero empieza a ser difícil salir a una calle que nunca has presentido, con otros gorriones que ya no te preguntan, otros gatos que no saben tu nombre.
Sin embargo, resulta curioso que del amor sea solo el amor quien nos salve y quien nos ponga a prueba de nuevo. Construir, subir otra escalera, llenar, ordenar, compartir, abrir las puertas cerradas y dejar que entre la luz por las ventanas de par en par de un nuevo hogar. Por todo ello, esta de ahora, tiene algo distinto. Es la más ilusionante, la más feliz, pero uno acaba preguntándose cuántas cosas arrastra al vivir, cuántos libros ya leídos merece la pena cargar, cuántos amigos estarían dispuestos a ayudar. Y es en esa mudanza, de hecho, donde uno se da realmente cuenta del espacio que ocupa al vivir, de la cantidad de cosas que somos también y de la cantidad de emociones que guardan las cosas que nos acompañan. No sé ustedes, pero es agotador mudar el peso de los recuerdos, de las emociones, de los regalos que un día se rompieron y seguían en un armario. Qué cansancio, de corazón se lo explico. Menos mal que en una pareja, siempre hay dos: el que se empeña en guardar y el que se afana en tirar dejando de lado toda la poética, porque yo no sé qué sería de mí entonces.
Una mudanza es el resumen de las cosas, de las personas que tenemos, de las que guardamos y hasta de las que perdimos. Es tomar decisiones y es cambiar de vistas, que también es necesario. Aunque, si les digo la verdad, con esta última solo voy a dejar aquí publicada y firmada una cosa: si vuelvo a romantizar la mudanza, si vuelvo a intentar hacer una yo solo con mi coche, háganme pedacitos, trocitos muy pequeños que puedan dar de comer a las palomas o a los peces de los parques.
Cuánta razón tenía y tiene siempre Ángeles Mora.
Feliz verano.
¡DESTACAMOS!