Me comenta una madre que ha tenido que llevar a su hija al médico a causa de una alergia atroz. Esta época es la peor, me dice, y hasta que no encuentren el patógeno que le está haciendo daño, estamos lidiando diariamente con eccemas, erupciones cutáneas y demás síntomas que pueden complicar no ya la salud de la niña, sino también sus relaciones sociales y la calidad de su aprendizaje. Es muy difícil que pueda concentrarse con los antihistamínicos; está todo el día agotada. Y cuando hemos ido al especialista, la respuesta que nos han dado nos ha dejado perplejos: “Si queréis rapidez en el diagnóstico, id a la privada. Es lo que está haciendo todo el mundo”. Es lo que está haciendo todo el mundo, me repite perpleja. Y yo me pregunto, entre otras mil lindezas, ¿cómo hemos llegado hasta aquí?
Un buen amigo, periodista en uno de los mayores periódicos de este país, acaba de mudarse. Se ha comprado un piso en Madrid, —muy a las afueras de Madrid—, y me comenta que el barrio está bien, que está contento de vivir en un pisito con una pequeña terraza, en un barrio obrero y cerca de pistas de baloncesto donde poder hacer unas canastas con los equipos de los vecinos. Me comenta, sin embargo, que los vecinos se quejan de la educación de las escuelas del barrio, del modelo que se está implantando poco a poco. Y es que, según charlamos, me va mostrando los datos. Madrid tiene ya un número de colegio e institutos concertados y públicos tan elevado que empieza a superar el de los públicos. ¿Por qué? Mi amigo me responde: porque quien no puede pagar, va a la pública. Y así, creando centros de pago tenemos un modelo basado en guetos por barrios, que además segrega a la población inmigrante y que da como resultado unos números apabullantes: en los centros madrileños, la segregación ha aumentado un 35,8% en los últimos 10 años. Si puedes pagar, pagarás. Si no puedes, buscarás la manera de que tus hijos intenten subir en el ascensor social que debería suponer la educación, aunque sea a costa de encadenar trabajos o ahorrar en lo más básico, me comenta mi amigo. Y si no es posible de ninguna de las maneras, lo llevarás a la pública, donde la falta de recursos se empieza a unir al estigma. Y no es que estén mal vistos, comenta, es que es una realidad dura hasta para los profesores. De hecho, las noticias de los últimos días apoyan lo que dice: “Un informe señala que un 30% de los centros concertados, los más grandes, cobra pese a recibir suficientes fondos públicos del Estado. La cuota media se encuentra entre los 680 y los 860 euros al año por alumno”. Y más: “La financiación de la educación concertada subió un 25% en diez años mientras se estancó la de la pública”. Todo, ¿para qué?
¿Qué modelo de país era el que teníamos en mente? ¿Qué es lo que están haciendo con nuestro dinero los que mandan, si al final tenemos que buscar los especialistas a través del dinero y tenemos que pagar la educación de nuestros hijos? ¿Es esto lo que queremos? ¿Qué es lo que votamos cuando votamos, señoras y señores? ¿Podremos dialogar de una maldita vez en este país sobre las cosas que nos importan a todos? Empiezo a ser pesimista, la verdad. Mientras este país siga entendiendo el proceso democrático desde la futbolización, desde la rabieta infantil y no desde un diálogo constructivo y abierto que nos lleve a grandes acuerdos, seguiremos como estamos, a expensas de grandes empresas a cuyos pies estamos poniendo desde hace años el estado del bienestar. Y, encima, también pondremos la cama.