A María Redondo
y a Rosario Aguilera, dos mujeres buenas.
que están en nuestra memoria
y ya gozan de la felicidad eterna.
Que en paz descansen.
“Uno vuelve siempre a los viejos sitios donde amó la vida”.
Armando Tejada Gómez
De un tiempo a esta parte, se viene hablando mucho de la zona de confort, la mayor parte de las veces para invitar a salir de ella. Ante una realidad que nos desborda, tendemos a instalarnos en nuestro espacio conocido. “Mi casa es mi castillo”, dicen los ingleses. En nuestra zona de confort solemos sentirnos seguros, a salvo del mundo, resguardados de peligros y miradas ajenas, tranquilos, felices, guarecidos en nuestras cosas, amparados por nuestras costumbres: la emisora de siempre, el café a nuestra hora, los libros que hemos ido adquiriendo con el tiempo, nuestro sitio en el sofá…
De manera recurrente, se nos insta con buena intención a salir de la zona de confort. Instalarse en ella definitivamente tal vez no sea recomendable, porque podemos sucumbir a la pereza y dejar de emprender proyectos nuevos, aunque tampoco tiene sentido que se nos anime a abandonar con urgencia un espacio que seguramente ha costado mucho tiempo y esfuerzo conseguir. Sin perjuicio de que en ocasiones sea positivo, y hasta conveniente, abandonar la zona de confort, también es preciso saber volver a ella para no sentirse a la intemperie en un mundo que cambia a ritmo acelerado. A menudo, el ser humano necesita regresar a los lugares adonde fue feliz y amó la vida, reconocerse en sus calles y sus cosas, en todo aquello que le reporta felicidad. Es bueno salir fuera, pero también comprensible la reticencia a abandonar espacios en los que estamos a gusto. Cuesta mucho construirse una zona de confort como para abandonarla así como así y sin más en aras de vivencias y espacios nuevos.
La vida es cambio, sí, aunque no necesariamente dejando atrás lo que nos gusta y nos sienta bien. Lo nuevo encierra siempre algo mágico, como dijera el Premio Nobel alemán Hermann Hesse, pero es inevitable sentir miedo a lo desconocido, miedo a arriesgar, a que lo que se presagia maravilloso se torne frustrante. Lo ideal sería, como en todo, encontrar el equilibrio entre abrirse a lo nuevo y no renunciar a lo viejo. No siempre hay que romper con lo anterior para abrazar lo que está por venir. Es posible entusiasmarse con cosas nuevas sin arrancar raíces, sin desprendernos de cuajo de lo que nos ha hecho como somos, de aquello que nos procuró satisfacciones y nos las sigue procurando. Lo que nos gusta no tiene fecha de caducidad ni está sometido a la obsolescencia programada. De ahí que llame la atención escuchar con frecuencia que en la vida hay que ir “cerrando etapas”. El tiempo ya se encarga de cerrarlas, pero no hay por qué dejar de hacer lo que gusta solo por cerrar una etapa. Debemos dejar atrás lo que pesa demasiado en la mochila que cargamos a la espalda, pero no pesan los nombres de la gente querida que hemos ido conociendo a lo largo de la vida, como no pesa aquello que nos alegró los días y nos los sigue alegrando. La propia vida se lleva unos “contactos” y trae otros, y, salvo que el pasado hiera y lastre, no hay por qué abandonar lo que hasta ahora nos ha ayudado a vivir.
La vida ofrece mil posibilidades y es bueno aprovecharlas. El inmovilismo no es deseable. Mientras hay vida, hay esperanza y sueños por cumplir. De vez en cuando sabemos de personas que, ya con cierta edad, deciden terminar el bachillerato o ir a la Universidad a estudiar una segunda carrera o a intentar hacer la que siempre les ilusionó. Para ello tienen, inevitablemente, que salir de su zona de confort, pero les compensa. Por eso, bien está romper una lanza a favor de vencer la inercia, a ser posible sin que ello implique renunciar a lo que nos gusta de la vida que llevamos. La zona de confort, entendida como espacio físico o espiritual que nos procura bienestar y cierta seguridad, no es rechazable, por más que a menudo tenga mala prensa. No se trata de apegarse sin más a lo conocido, sino de agarrarse lo que nos reconforta, de buscar aliento en lo que viene dando sentido a nuestra existencia. Porque recargando energía con las cosas que nos llenan de verdad por dentro nos armaremos de valor y nos pertrecharemos de ilusión para acoger lo nuevo que nos ofrezca la vida o para ir con ganas en su busca, al encuentro siempre de aquello que nos haga sentir más vivos y felices.