Profesionales y voluntarios de Rute se implican en las tareas de limpieza de la zona cero

  • Junto a quienes viven cerca o se han trasladado allí para ayudar, hay gente del municipio que reside en municipios del cinturón urbano de Valencia afectados por la Dana


José María Zamora, ruteño en Alfafar, y Francisco Granados, de transportes Bañerut

Bartolomé Arcos, miembro del GEAS de Castilla la Mancha, y Ana De la Rosa, voluntaria

Desde que la DANA arrasó varios municipios del cinturón urbano de Valencia, la cooperación del pueblo de Rute ha sido ejemplar. No sólo se han sucedido las muestras de solidaridad y ayuda. También se va conociendo la implicación de muchos paisanos en esta catástrofe. No es sólo una cuestión humanitaria o de solidaridad. En estos pueblos viven personas como José María Zamora, ruteño afincado en Alfafar, una de las localidades de la llamada “zona cero”. La “fatídica” noche del 29 de octubre estaba en Valencia, pero su mujer sí se hallaba en el pueblo. En la capital dejó de llover a las nueve de la mañana y Alfafar apenas si dista 7 kilómetros. Sin embargo, unos treinta kilómetros más arriba, en localidades como Buñol, Requena o Utiel cayeron más de cuatrocientos litros. Por tanto, la sensación durante el día en otros municipios era de tranquilidad, hasta que a las ocho de la tarde los móviles recibieron una alerta por posibles inundaciones. Para entonces el agua ya estaba anegando calles y casas.

Este matrimonio vive en un tercer piso, pero los padres de su mujer residen en una casa a unos cien metros. Cuando la hija llegó, el agua ya superaba el metro y medio de altura. José María asistía impotente desde la capital, aislado de su esposa, con la inquietud de no saber qué pasaba, porque las comunicaciones se habían interrumpido. Hasta el día siguiente no pudieron ir al pueblo. Todavía pendientes de adecentar la vivienda de los suegros, tiene la sensación de que los gobiernos les han abandonado. Primero, los avisos llegaron tarde y mal. Después, no apareció nadie hasta dos o tres días más tarde, y fueron los voluntarios, no el personal de la UME o los bomberos.

A otro de los municipios más afectados, Albal, ha ido Francis Granados, de la empresa ruteña de transporte Bañerut. Él y un compañero han llevado dos retroexcavadoras de la Mancomunidad de la Subbética para la limpieza de las calles. Desde primera hora pusieron a disposición su flota de camiones para lo que fuera necesario y en el Ayuntamiento les plantearon la opción de trasladar esta maquinaria. Después, se han quedado para ayudar a retirar “miles de coches apilados” y que las familias entren en las casas a recoger sus enseres. No ve fácil una solución a corto plazo. La sensación de abatimiento de la población sólo se amortigua por la red de solidaridad ciudadana que se ha tejido para auxiliar a las víctimas y los damnificados.

Otro ruteño, Bartolomé Arcos, es jefe interino del Grupo Especial de Actividades Subacuáticas (GEAS) de Castilla La Mancha. Los primeros trabajos de esta unidad de la Guardia Civil relacionados con la DANA se hicieron el mismo 29 de octubre, en Mira, municipio de Cuenca colindante con Valencia. Allí se salvó a un total de veinte personas, aunque también tuvieron que rescatar el primer cuerpo sin vida. Después, han actuado en el municipio albaceteño de Letur, hallando, ya fallecidas, a cinco de las seis personas que había desaparecidas. Dadas las características de su trabajo, Arcos ha estado en riadas e inundaciones anteriores, como la de Biescas. Pero asegura que ninguna había sido del volumen y las consecuencias de ésta.

Ese trabajo de los especialistas se complementa con el voluntariado de jóvenes como Ana De la Rosa. Esta ruteña hace con su pareja una hora diaria de trayecto en coche para acudir desde la localidad de Quartell, en el límite con Castellón, a la zona cero. Aparcan el vehículo en un polígono y se dirigen a pie al municipio donde puedan resultar más útiles. En las devastadas instalaciones de un Ikea en Alfafar, que han quedado destrozadas, se ha habilitado un Puesto de Mando Avanzado (PMA). Los casales, sedes de las fallas valencianas, se han convertido en centros de recogida. Allí la gente lleva sus aportaciones, se organizan y se transportan en un camión al Ikea.

Es tanto el trabajo pendiente que tiene la impresión de que la jornada se acaba muy pronto, sin poder cumplir sus objetivos. Sobre las cinco y media o seis de la tarde han de regresar. A ello se suma una extraña sensación de culpabilidad, como si fuera un privilegio el simple hecho de llegar a casa, poder ducharse y sentarse en el sofá. Tanto su pareja como otros tres cooperantes que tiene alojados en casa son bomberos militares que han están actuando desinteresadamente. Ahora mismo lo que más se precisa son “manos” y si no se puede ir productos de higiene, porque empiezan a aparecer las infecciones. En el otro extremo, conforme avanzan los días, aflora un rayo de esperanza. Aun así, esa esperanza convive con la rabia de la población. La gente está “muy enfadada, y con motivos”.

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