Durante el verano de 1937, Ödön von Horváth, dramaturgo austrohúngaro, escribió su segunda novela. La publicaría con 36 años, poco antes de que muriera aplastado por la rama de un árbol durante una tormenta eléctrica en los Campos Elíseos de París. La novela de la que pretendo hablar se llama Juventud sin Dios y la rescató Nórdica libros en 2019 para que la podamos revisar en la actualidad. La he recordado estos días por el mensaje de un buen amigo y compañero.
Si durante toda su obra dramática von Horváth mostró un claro ejercicio de antifascismo, es en Juventud sin Dios donde «las referencias a la realidad del nazismo son el elemento central en una obra en la que el autor describe una curiosa mezcla de la Alemania nazi con la Austria prefascista». Sobre él escribió Stefan Zweig que era el mejor escritor de su generación. Así que de no conocerlo, este es un buen momento para abandonar este artículo y correr a una librería. Siempre hay cosas que van primero, háganme caso.
El argumento de la novela no puede partir de una premisa, al mismo tiempo, más sencilla y más atroz: un alumno afirmará en clase que «los negros son infrahumanos» y como el joven profesor, protagonista y narrador de esta historia, le reprende dicha afirmación, será el director del colegio quien acabará pidiéndole que no corrija a sus alumnos en ese sentido. Evidentemente, la historia continuará a lo largo de sus apenas doscientas páginas y lo hará a la manera de La cinta blanca de Haneke o incluso La lengua de las mariposas de Cuerda: intentando explicar cómo florecieron en la juventud las semillas del odio que los adultos dejaron caer sobre ellos y ellas, que todavía no conocían el mundo.
La cuestión es que el otro día vine a acordarme de esta novela cuando me asedió el mensaje de un buen amigo que trabaja en otra comunidad. Había sufrido una agresión verbal por parte de algunos alumnos. Por supuesto, con un mensaje homófobo bastante grave que no voy a repetir aquí. Aunque se planteó la posibilidad de denunciar, prefirió la esperanza de poder hacerles reflexionar y crear un ambiente de confianza entre el propio alumnado y el resto de miembros del equipo educativo. El apoyo institucional que recibió fue poco o ninguno porque la situación es del todo incómoda de exponer en según qué circunstancias. Además, una agresión verbal así apenas tiene consecuencias más allá de que el alumno en cuestión reciba amonestaciones escritas o una expulsión que nada tienen de educativas. Y justo frente a la disyuntiva que le produjo poner o no la denuncia, prefirió esperar. Mi amigo se estaba planteando la posibilidad de trazar una serie de actividades, charlas y debates, donde también se pudiera escuchar la voz de aquel alumnado que durante la agresión guardó silencio. Alabé su determinación a la hora de no caer en el victimismo —aunque tuviéramos nuestras diferencias en el tema de la denuncia—, pero sobre todo por confiar en la escucha activa, en el apoyo de sus derechos y en el entendimiento, base de toda educación. Es más, creo que no deben tolerarse tales actuaciones de ninguna manera, pero también creo que estamos en el lugar adecuado para poder enseñarles a cambiar una visión del mundo del todo errónea y fuera de la realidad.
Confiemos en la educación pública, sí, pero apoyemos desde la conciencia ciudadana. La educación pública de calidad ha de responder a las necesidades de todas las personas que la forman y ha de ser reflejo de un mundo diverso. En todas las aulas de mi actual centro tengo un alumnado tan heterogéneo que no podría describirles mundos más distintos. Y, además, por cada clase como la de mi amigo tenemos un alto porcentaje de alumnado que entiende que el mundo no se limita a su número reducido de conocidos. Eso me consta porque el mío lo expone diariamente en redacciones y trabajos. Lo que me preocupa, cada día más, es precisamente el silencio. Que se produzcan situaciones donde guardemos silencio por miedo a la represalia me indica que algo está mal. No juzgo al alumnado que en aquella situación no habló, por supuesto que no. Tampoco a mi compañero, solo faltaría. Solo estoy diciendo que el silencio contiene un veneno —siempre muestra de una violencia latente y no necesariamente explícita— que paraliza, pero que además sirve para legitimar a aquellos que lo provocan. Y eso siempre es una trampa evidente: o nos manifestamos de forma rotunda en contra de aquellos que usan el insulto, la violencia verbal o física, o les damos la razón. La cuestión es, ¿hay un clima que esté propiciando el silencio? ¿Hay quien está legitimando políticamente el señalamiento, la hostigación, la cultura del abuso? ¿Estamos creando suficientes ambientes de diálogo, de escucha activa, de educación para la ciudadanía, o estamos sancionando sin más?
Tengo una respuesta para todas y cada una de estas preguntas, claro, pero me limitaré a terminar este artículo afirmando que denunciar una situación de abuso es siempre complejo, pero nunca tengan duda: es buena almohada. Como en el poema de Martin Niemöller, que cuando vengan a buscarnos, siempre haya quien proteste con nosotros.
¡DESTACAMOS!