Padres

Al mío, siempre. A mi padre,
              Raimundo  Gómez Arévalo, bueno y ruteño.

  “Oh padre mío, seguro estoy que en la tiniebla fuerte    
tú vives y me amas. Que un vigor poderoso,
un latir, aún revienta en la tierra”.
                                                                            Vicente Aleixandre

Son, junto a las de nuestra madre, las primeras manos con las que nos acoge la vida. Ahí están desde que nacemos. A nuestro lado. Son capaces de pasarse una tarde entera en los columpios y de hacer lo que sea para que a sus hijos no les falte de nada. Nos aúpan en sus hombros cuando somos pequeños, para que veamos. Aunque su papel parece secundario, sin ellos no estaríamos aquí. Los padres son, para quienes tuvimos o tienen la dicha de tener un padre bueno, el cariño blindado, la presencia que nos gustaría que nos acompañara toda la vida, el refugio cierto y necesario, el consejo sabio, la lealtad en persona, la entrega incondicional, ese asidero vital que la misma vida da y luego retira, sin desearlo…
Cada cual piensa que el suyo es único y, vueltos a nacer, elegiríamos el mismo y no otro. Aunque todos los que son buenos se parecen mucho y, seguramente, los padres de hoy demostrarán el cariño a sus hijos con idéntica fuerza a los de ayer, pero de manera distinta. Hoy no se encuentran padres que escriban cartas para lo importante, porque para lo urgente ya estaba el teléfono…
Un mal día se marchan, cumpliendo ley de vida de imposible derogación. Queda entonces un vacío insondable, que nada ni nadie llena. Como si nos quedáramos a la intemperie en esta vida, desprovistos del abrigo de sus palabras y del techo de su afecto. La vida sigue, ya sin ellos. Y seguimos diciendo: “¡cómo hubiera disfrutado papá con aquello y con esto!” Cuando se van, se inaugura la terrible dictadura de su ausencia. No están, por más que se los busque, de día y de noche, en verano o en invierno. Peregrinamos en el intento de que la vida se parezca a la que nos sonreía cuando estaban cerca, buscando el consuelo de su recuerdo en sitios recorridos con ellos. Nos sorprendemos tomando café a la misma hora que lo tomaba él, repitiendo sus dichos, haciendo sus gestos. Nos alegra escuchar: “¡Hay que ver cómo te pareces a tu padre!” Y nos preguntamos cómo estiraba milagrosamente el sueldo para que no nos faltara ni gloria. Cómo ejercía de paje de los Reyes Magos cada 5 de enero para que en el balcón apareciera sin falta lo pedido a Sus Majestades. Vienen a la mente las tardes que pasaba enseñándonos a montar en bicicleta, el cuento antes de dormir y el beso de buenas noches, las veces que nos acompañaba al aeropuerto o a la estación, antes de un viaje… Ramón de Campoamor tenía su voz, de tantas veces que lo escuchamos recitar “El tren expreso” y “Quién supiera escribir”. Y hoy bien sabemos que “es de cuantos tormentos he sufrido, la ausencia el más atroz”.
Marzo, coincidiendo con San José, nos hace celebrar “el Día del Padre”. Es una celebración comercial, pero, al mismo tiempo, un merecido homenaje al padre. A todos los padres. A esos padres que, todo sea dicho, más de una vez llevan las de perder a la hora de separarse, cuando los hijos se quedan con la madre y ellos deben abandonar la casa, y pagar la pensión correspondiente. Padres en paro, desesperados, que se echan a la calle cada día buscando trabajo. Padres sacrificados para criar a sus hijos, para que estudien. Padres, también, triste es decirlo, maltratados por sus hijos, que, ausentes en vida, acudirán sin falta cuando haya que repartir la herencia. O padres esperando inútilmente la visita que, en ocasiones, no llega ni el domingo y disculpando aún a los hijos, siempre tan ocupados…
Los habrá desalmados y maltratadores, pero no dejan de ser una excepción. Sea como sea, el caso es que mucho, por no decir casi todo, se lo debemos a nuestros padres. Somos la consecuencia de su sacrificio, la resulta de sus desvelos. Y, mientras vivamos, aunque se vayan, su alma habitará en nosotros, guarecida del paso del tiempo. Llevamos, como un tesoro oculto, su recuerdo. Nuestro padre fue un regalo que nos cayó del cielo. De la vida, un primer premio. Nuestro baluarte. Una suerte, una bendición, un privilegio. Una persona de la que presumir honrosamente, a diestro y siniestro. Aún y siempre, junto a nuestra madre, el apoyo más desinteresado y certero. A nuestros padres debemos, ya siempre, agradecimiento eterno.  Imperecedero, como su amor a prueba de fuego. Tan fuerte como tierno.

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