No es país para viejos… ni para jóvenes

Soy mayor, no idiota. Así reza en change.org la petición iniciada por Carlos San Juan, un señor de casi 80 años al que, como a otros tantos, los bancos han apartado de los mostradores indicándoles el camino de los cajeros automáticos. Se queja de que “no paran de cerrar oficinas, algunos cajeros son complicados de usar, otros se averían y nadie resuelve tus dudas, hay gestiones que solo se pueden hacer online… […] Te acaban redirigiendo a una aplicación que, de nuevo, no sabemos manejar, o mandándote a una sucursal lejana a la que quizás no tengas cómo llegar”.
Evidentemente, este es un problema que aparentemente debería tener fácil solución: más personal y atención directa. Estas personas son consumidoras de un servicio que no las tiene en cuenta, por tanto esta protesta no solo es legítima sino que además es justa a ojos de cualquiera. Porque se ha despersonalizado el trato, porque se favorece la sustitución de personal humano y sus puestos de trabajo en favor de la máquina, porque a veces lo necesario es simplemente que te expliquen las cosas y porque no todo el mundo tiene que tener las mismas competencias digitales. Y sí, los bancos se han montado genial su tinglado: banca online, más cajeros y mayor rapidez —siendo todo relativo, por supuesto—, pero ¿a qué coste? Pues sobre todo la pérdida de sucursales —recordemos que pueblos como La Montiela, Albendín o Santa Cruz llevan varios días de protestas porque se quedan sin servicios bancarios—; despidos masivos de personal que en muchas ocasiones lleva toda la vida en la empresa y ahora se ve tomando una prejubilación ante la imposibilidad de encontrar o aceptar otro trabajo; y por supuesto la despersonalización de un servicio que cada vez necesita aparentar más transparencia para ser poco a poco más opaco.
¿Qué nos está pasando? ¿Por qué de pronto nos llama la atención que alguien levante la voz y pregunte si también a nosotros nos pasa esto? En la época de las telecomunicaciones, estamos despersonalizando hasta la comunicación, lo que denota una incapacidad real para entendernos y para empatizar. Fíjense en estos ejemplos. Todos vamos a restaurantes en los que ni siquiera hay camareros: nosotros pedimos la comanda por una pantalla táctil, pagamos y esperamos que salga nuestro pedido de comida rápida. Tanto el diseño del local como el de la comida están hechos para que la experiencia al completo nunca dure más de 15 o 20 minutos. Y cuando nos marchamos, recogemos la mesa y hasta la bandeja. Incluso llegamos a mirar mal a quien no lo hace, ¿no es cierto? Sin embargo, cuando nos marchamos del Bar Manolo o la Tasca de Mari dejamos la mesa repleta. ¿Cuál es la diferencia? Seguramente que estos últimos paguen a personal para que haga ese trabajo.
En algunos supermercados, muchos elegimos la caja rápida, esa en que nosotros pasamos los códigos de barras, embolsamos los productos y los pagamos porque tenemos prisa por irnos a casa para estar media hora ante la cartelería de Netflix para así notar que tenemos algo de vida y de libertad. Pero es que hasta la prisa es lógica en un sistema en el que, recordemos, vivimos para producir o consumir. Conozco a demasiada gente que sale de un trabajo de ocho horas con un seguro de cuatro, pero que en realidad acaba echando diez por la mitad del sueldo que merecería. Cuando pasa esto, la prisa es cuestión de vida —literalmente— o de muerte por trabajo. No culparé a nadie por querer pagar rápido y aprovechar su tiempo, por supuesto que no. Es simplemente, lo que dije arriba una vez más: un problema que si bien debería tener una fácil solución, nos deja de importar desde el momento en que no es nuestro trabajo el que se pierde. Y quizá entonces esa solución no tenga otro nombre más que conciencia. Así lo decía Saramago: “La alternativa al Neoliberalismo se llama conciencia. […] La conciencia de mis propios derechos. La conciencia de que soy un ser humano, sencillamente un ser humano y que no quiero ser más que eso. La conciencia de que lo que está en el mundo me pertenece, no en el sentido de propiedad, sino que me pertenece como responsabilidad. Me pertenece con derecho a saber, con derecho a intervenir, con derecho a cambiar. Eso se llama la conciencia”.
Dicen los criterios de mi asignatura que debemos formar ciudadanos con conciencia crítica. Por eso les cuento que el mundo nunca cambia de golpe. Todo va gestándose en un fuego tan lento que uno no se da cuenta de que el cambio ha llegado para quedarse. Por eso también me preocupa un sistema que no encuentra alternativa, sin perder sociabilidad, a que ellos y ellas permanezcan en las aulas con mascarillas, chaquetones, mantas y gorros, que escriban con guantes de lana o de portero, que a las ocho de la mañana estén sentados sin moverse con algunos grados bajo cero y las ventanas abiertas mientras les explico el Complemento Directo. No debería esto sonar a queja, pero no dejemos que todo lo que aprendan sea resultado de una pandemia, por favor. Dicen algunos estudios que aumentan entre los niños los sentimientos de soledad y tristeza, que crecen los hogares pobres como resultado del momento y las circunstancias, y que son numerosos los casos de trastornos de salud mental derivados de esta crisis. Existen muchas alternativas en la educación para trabajar con el alumnado y proporcionarle herramientas para la vida. Pero, lógicamente, la mejor arma que podremos nunca ofrecerles para defenderse es la misma que ya nos daba Saramago: conciencia. Del mundo y sus circunstancias, de la vida y sus sentimientos, de la pandemia y sus consecuencias. Conciencia en el debate, en la reflexión y en el examen. Conciencia de ser ciudadanos y pertenecer a una comunidad que aprende día tras día y que se escucha para mejorar.

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