Navidades

A quienes estas Navidades no están para fiestas,

                                                                                              para que encuentren pronto y cerca alivio a su pena. 

 

                                                                                                          Justa Gómez Navajas

 

 

Otro año se nos acaba, mientras pueblos y ciudades compiten por ver cuál luce el alumbrado más vistoso, y mientras unos satanizan las compras y el consumo y otros disfrutan yendo de tiendas. En Navidad sonrojan más las carencias de muchos y la pobreza, aunque son sangrantes no solo en estas fechas. Como lo es la hipocresía. A veces, se cena estos días con gente que el resto del año no nos echa cuentas. Menos mal que aún llega, quizás, desperdigada y anacrónica, alguna felicitación escrita a mano, sobreviviente de otro tiempo, flotando en un mar de mensajes en el móvil, “gifs” y vídeos impersonales, cursis y dulzones a menudo, reenviados a cientos de contactos. Escasean, si las hay, las felicitaciones sentidas y sinceras, que hagan en el corazón diana o lo rocen siquiera.

En un mundo de apariencias, es fácil quedarse en el cascarón de las fiestas y no ir a su esencia. El sentido religioso se diluye. No interesa. Con tal de pasarlo bien, qué importa no saber por qué se celebran. Tal vez tampoco se busca ni se encuentra lo que de verdad hace sentir y llena, perdidos como andamos en la vorágine de regalos, menús y  celebraciones a la que la sociedad nos lleva, sin que ofrezcamos demasiada resistencia.

Vienen a la cabeza, puntuales, los recuerdos que no se van del alma: el sonsonete de la Lotería, Nochebuenas de Misa del Gallo, mantecados de Rute en la mesa, cartas escritas a los Reyes con buena letra, para que entendieran bien lo que queríamos que nos trajeran… Pellizcará de nuevo la nostalgia al arrimar un año más una silla menos – o varias – a la mesa, recordando a los que hace años que con nosotros no cenan. Con el tiempo y las ausencias, la Navidad se afronta sin estridencias, sabiendo que no todo son guirnaldas y Navidades blancas, que las hay grises y hasta negras, como las del que mira con envidia a los que tienen salud, cobijo y compañía, como las de la gente que las pasará lejos de los suyos y su tierra.

En el balance del año comprobamos, una vez más, que trajo de todo, como los que le precedieron, como los que vendrán. Lo cerramos con saldo de felicidad y, a la vez, con pérdidas que duelen, con propósitos que no pasaron de serlo, con viajes que no fueron, con renuncias obligadas y sueños que siguen siéndolo. Pero también con personas que se incorporaron a la vida y la agenda, con alegrías que, sin preverlo, alborozaron el corazón y espantaron tristezas, y ratos que alentaron la diaria briega de despertadores y madrugones, obligaciones y horarios sin tregua.

Aunque sin grandes expectativas, afrontamos con ilusión no quebrantada todavía el año que llega. Sin planes destinados a no cumplirse, sin metas que se alejan. Bástenos con que sea un año tranquilo, sin sobresaltos, con salud y sin dolores, disgustos ni penas, si eso posible fuera…

Es deseable ver la Navidad y la vida con gafas de cerca para la vista cansada de ver lo que no quisiera, de esas que no se empañan de rutina y hacen reparar en los detalles, tan descuidados y tan capaces a un tiempo de hacer de la noche oscura una mañana plena. Y empezar el año con esperanza serena, sin echar las campanas al vuelo, por si no regresan; nadando y guardando la ropa, para que, si la mar sube, la encontremos seca. Sin pedir al olmo peras, pero ilusionados con la perspectiva de un calendario intacto que llenar, día por día, de latidos, de vida, cafés, encuentros, viajes, música, palabras, besos, risas, sorpresas…

Cada cual sabe por qué y por quién se toma las uvas y sabrá qué le gustaría que le dejaran los Reyes Magos en los zapatos nuevos o gastados de dar pasos, algunos en vano. Como sabe qué le escuece de la Navidad. Ojalá que el temor al desengaño no nos haga perder del todo la capacidad de entusiasmarnos. Ojalá que los villancicos que escuchemos recuperen en nosotros la ilusión aquella de los primeros años… Que creamos que con frecuencia la felicidad está en nuestras manos y que pueden caberle muchas cosas buenas al año que comienza. Al menos, que por nosotros no quede vivir la Navidad y el año nuevo con la puerta del alma abierta, por si lo inesperado, sin llamar, va y llega y nos despierta; y con la alegría del que estrena un almanaque nuevo que ir desgranando poco a poco, con pasión y ganas, sin pereza, como si en cada día que vivimos nos fuera – y se nos fuera – la vida entera.

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