A quienes nos faltan.
Y, especialmente, con mucho aprecio, a Antonio José Molina Reyes
y a Juan Chacón, que han dejado el parque que frecuentaban cada tarde
para pasar a mejor vida, si es que hay paraíso mejor que Rute.
Descansen en paz y en nuestra memoria siempre.
Sabemos que es ley de vida, pero cuesta hacerse a las ausencias, a no ver a quienes hasta ayer formaban parte de nuestro paisaje cotidiano. De pronto, un día dejan de estar y pesa el vacío y se entristece hasta el aire, que se vuelve distinto y más irrespirable. Va cambiando el Rute que conocimos. Quedan suspendidos en el viento y custodiados en el alma mil recuerdos, que serán siempre deudores de las personas que los protagonizaron. Porque decir Rute es nombrar un pueblo, pero, sobre todo, es nombrar a su gente. Y se hace raro que no estén donde solíamos verlas personas que siempre estuvieron donde aún nos parece que van a seguir estando. Ahora ya solo cabe honrarlas recordándolas.
Noviembre y, especialmente, la visita a los cementerios nos recuerda cada año que esto de vivir se acaba. Gente que compartió con nosotros la aventura de la vida la abandonó a su pesar y al nuestro, como la abandonaremos nosotros un día. La muerte asoma su guadaña, que todo lo siega menos el recuerdo. Juan Ramón Jiménez expresó muy bien la nostalgia de marcharse: “Y yo me iré. Y se quedarán los pájaros cantando…”. El ser humano sabe que se va, aunque a menudo pretende arrinconar esa idea. Tampoco es cuestión de estar todo el día pensando en que nos vamos. Ya nos llegará la hora. Entretanto, lo más urgente es vivir.
Resulta muy interesante ver cómo se relacionan con la muerte en otros países y qué costumbres tienen. Es curioso que en algunas culturas se celebre una comida en homenaje al que se ha ido. Son llamativas también las lápidas con fotos y no es infrecuente encontrar en algunas esquelas extranjeras – cada vez, en general, más escasas en prensa -, una coletilla final en la que se indica que, en lugar de flores, se haga un ingreso en una cuenta corriente de una ONG o en la que se advierte de que no se muestren las condolencias a la familia en el entierro o no se vista de negro porque al difunto no le hubiese gustado. Es habitual que se incluyan en ellas frases, más o menos conocidas, alguna cita bíblica o unas palabras de la familia. También llama la atención ver cómo se pone entre paréntesis el nombre que la fallecida tenía de soltera, en aquellos países donde la mujer adopta todavía el apellido de su cónyuge al casarse.
Lo cierto es que las ausencias escuecen, pesan, duelen, pero quienes se fueron siguen presentes en fotos, en gestos suyos que repetimos sin darnos cuenta, en frases hechas… Mientras los recordemos, no se han ido del todo. Se quedan de fondo de pantalla de nuestra vida, en la memoria, en el corazón, en el alma, en la mirada, que a veces se pierde evocándolos… Siguen en los sitios que con ellos frecuentamos. Nunca se van definitivamente. Lamentamos que ya no estén, que no vean el cielo ni el mar, ni puedan disfrutar del día que despunta ni del sol poniéndose. Ahora habitan otro universo y su marcha nos hace pensar en la nuestra. Aunque no alcanzamos a imaginar otra vida que no sea esta, sabemos que un día tendremos que dejarla, con más o menos resistencia, muchos a la espera de una vida eterna con gloria y sin pena, y ojalá que con todo lo que quisimos aquí, en esta tierra.
Acertaba José Hierro al decir que “aquel que ha sentido una vez en sus manos temblar la alegría/no podrá morir nunca”. Y Jorge Manrique describió magistralmente en sus versos la fugacidad de la existencia: “cómo se pasa la vida, cómo se viene la muerte”… La conciencia de que la vida, más pronto que tarde, se termina debiera urgirnos a vivir sin ansiedad pero aprovechando el tiempo, sabiendo que no es infinito, que se va y no vuelve. Con frecuencia posponemos cosas para un momento mejor, pero algunos trenes nunca regresan. La vida es aún más valiosa por ser pasajera. Hay que vivir el momento al máximo y, en lo posible, elegir bien en qué se invierten los días porque el tiempo es limitado y escaso. Si se emplea en unas cosas, falta para otras y, una vez perdido, no se puede recuperar. Más que oro es. Por eso no hay nada mejor que regalar y que nos regalen tiempo, vivencias, buenos ratos, momentos compartidos, horas de vida plenamente vivida… Todo eso que no se puede pagar con tarjeta ni con “Bizum”, sino solo al contado, con agradecimiento sincero y una sonrisa.
Empleémonos a fondo en vivir y dediquemos tiempo a lo que nos gusta y a quienes lo merezcan. Y así, cuando se nos acabe el calendario, nadie podrá arrebatarnos lo vivido y disfrutado. Como dijo Ángel González, “lo que ha ardido/ya nada tiene que temer del tiempo”. Arder, vivir, es lo que importa. Porque, llegado el final, parafraseando a García Montero en su poema “La inmortalidad”, habrá cosas que ni la muerte podrá quitarnos.