Nada es para siempre

A D. Carlos Repiso,

A Isabel Pérez

Y a Ruperto Molina Baena.

Descansen en paz

y en nuestro grato recuerdo.

Aunque la vida, vista de cerca, parece un ritual invariable de rutinas diarias, nosotros vamos cambiando con el tiempo, por fuera y por dentro. Heráclito ya decía que nadie se baña dos veces en un mismo río. Pero hay cosas que no deberían cambiar, al menos, no abruptamente.

Llama la atención ver con qué fruición abrazamos las novedades. Si abren un bar o una tienda nueva, allá que vamos los primeros días, como si nos faltara tiempo para ir. Mientras, el bar y la tienda que frecuentábamos hasta entonces, se van quedando vacíos. Y todos tenemos experiencia de personas que estuvieron en nuestra vida y de las que nunca más supimos. Teresa de Ávila decía: “Dios no se muda”, pero los humanos tendemos a mudar los afectos y a justificarlo diciendo que hay que dejar que todo fluya… Aunque una cosa es ir modulando la manera de pensar, integrando ideas nuevas, incorporando visiones distintas de las cosas, y otra es ser desleal y abandonar labores inconclusas o dejar personas en la cuneta de la vida y no echarles más cuentas.

La constancia es virtud infrecuente y escasamente valorada en estos tiempos de continuas novedades, inminentes y sucesivas. Y ello a pesar de que hay algo grandioso en el perseverar en la tarea, en los sueños, en los quereres… Kipling instaba a volver a la obra perdida, aunque ésta hubiera sido la de toda la vida. Conmueven los quijotes, los Sísifos cotidianos que a diario empujan la piedra de su enfermedad, de su desaliento, sabiendo que no han de llegar a la cima, pero empeñados en que no pueden dejar de intentarlo una vez y otra, y otra más, y ciento.

Por el contrario, desconcierta y se convierte en un jeroglífico indescifrable la gente cambiante: los que emprenden jubilosos una actividad y la dejan poco después sin dar explicación; los que un día cruzan de acera para saludarte y otros hacen la vista gorda; los que tan pronto te inundan el móvil de mensajes como desaparecen. Se echa de menos gente leal, constante, que no se canse, que no se mude, que esté ahí, que no cambie interesadamente de chaqueta, que no pase de repente de “googlearnos” y querer saber todo de nosotros a echarnos en saco roto y olvidado.

Pero, ¡ay!, somos inconstantes. Nos pasa con todo. Llega el otoño y con él una buena ristra de propósitos: el inglés, el gimnasio, la dieta equilibrada… Y, sin embargo, ¡cómo cuesta cumplirlos! Pareciera que, pasado el entusiasmo inicial, sobreviene el hastío y se apodera de nosotros la desgana, el posponer para mañana, eso que ahora llaman procrastinar. Asumimos que las cosas duran un tiempo determinado y muchas veces no hacemos nada por prolongarlas. Sería en vano. Quizás no convenga prorrogar lo improrrogable ni acostumbrarse a lo fugaz, pero, en lo posible, habría que sustituir la cultura de lo desechable por la de lo permanente. En la vida se debería tratar de integrar lo nuevo sin descartar lo que hasta ayer era válido. Lo que pasa es que no hay sitio para todo. Unos afectos sustituyen a otros y lo que ayer fascinaba hoy ya solo provoca tedio. Se cambia de amistades y pareja, en algunos casos, como si fuera inevitable hacerlo y, pasado un tiempo, necesitáramos urgentemente renovarnos para no morir. No obstante, no deberíamos no olvidar que las personas no somos reemplazables sin más, ni de usar y tirar. No somos objetos de consumo, ni se nos debe desechar de la noche a la mañana. Más que nada, porque suele haber sentimientos por medio. Deberíamos ser constantes, por lo menos en nuestra voluntad de ser leales. Porque sólo así podrán confiar en nosotros y podremos confiar en alguien. Debería existir algún seguro que cubriera todas estas cosas (como en el poema de Belén Reyes: “seguro de que me llama/(…)/seguro de que me ama”). Mas no hay ninguno que cubra el riesgo de querer y que nos quieran. ¿Por cuánto tiempo…? La provisionalidad parece ser nuestro sino y divisa. “A su fugacidad/con el alma del alma,/le llamamos lo eterno”, decía Pedro Salinas cuando hablaba del amor. Nada es para siempre y, como escribió el poeta peruano Watanabe, apenas somos los guardianes del hielo que se derrite, destinados a “amar lo que tan rápido fuga”, urgidos por la prisa y la certeza de que todo se va. ¡Con lo grato que es tener tiempo para disfrutar despacio y sin urgencias de lo bueno de la vida!, como si fuera para siempre, aunque no lo sea. Al menos, que por nosotros no quede aprovechar cada momento y, siquiera mientras dura, hacer lo pasajero eterno.

Deja un comentario