Todo menos encogerse de hombros

“Nadie que haya aliviado el peso de sus semejantes
habrá fracasado en este mundo”.

Charles Dickens

Cada vez que empieza un año, es costumbre trazarse metas. A veces, de tan lejanas, sabemos de antemano que no se alcanzarán. También es verdad que, a estas alturas, somos muy conscientes de que hay deseos que no van a encarnarse nunca.
Lo peor, quizás, sea aceptar que existen prácticas corruptas tan asentadas en la sociedad que es casi imposible cambiarlas. Hemos vivido lo bastante como para saber que, con frecuencia, cada uno va a su avío. Damos por hecho que hay cosas que son como son porque siempre lo han sido. Y, aún así, nos armamos de valor. Hacemos acopio de tesón y hasta de entusiasmo para cambiar estructuras injustas. Pero no hay manera. Es como pretender derribar un muro a cabezazos. Asumimos, aunque sea a regañadientes y a menudo con peligrosa indiferencia, que este mundo es injusto. Y encogemos más de una vez los hombros, sabedores de que poco podemos hacer por cambiarlo.
El voluntarismo no cambia el mundo. Lo suyo sería procurar un reparto más justo de la riqueza. Es indecente que muchos tengan que abandonar su país de origen, dejando de ver a sus hijos crecer, para venirse a otro extraño a hacer trabajos que nadie quiere asumir aquí. ¿Quién les devuelve el tiempo perdido de estar con ellos? ¿Quién les paga a esos niños criarse sin sus padres? Es indigno que muchos tengan que buscarse la vida fuera de su casa y que las mujeres sigan cobrando menos que los hombres en algunos trabajos. Los estados, también, en ocasiones, las principales multinacionales y las grandes fortunas, son los responsables de la desigualdad existente en el mundo. Y nosotros cómplices, en parte, si, pudiendo ayudar, no lo hacemos. Cierto es que quien más, quien menos, tiene que hacer números para llegar a final de mes. Pero hay maneras de ayudar, dando tiempo o lo que se pueda. No podemos, por más que se quiera, acabar con la miseria ni dejar totalmente en manos de la caridad y el voluntariado lo que debería ser tarea de los gobiernos y, especialmente, de los países ricos, pero, al menos, siempre nos cabrá decir que por nosotros no quedó, que dimos pan al hambriento y vestimos al desnudo… Todo menos la indiferencia. Cualquier cosa menos la indolencia ante el sufrimiento ajeno: pateras hechas a la mar, inmigrantes sin papeles, pobres sin techo, enfermos ignorados, parados sin futuro…
Hay, por fortuna, gente que ayuda, asociaciones sin más finalidad que tender manos y paliar desgracias, y es posible colaborar con ellas. No hay que dudar de su transparencia. No todo está corrompido. Hay personas buenas. La vida es una ruleta y da vueltas. Es improbable, pero quién sabe si un día no necesitaremos nosotros ayuda ajena. Y, aunque así no fuera, hay un deber ético de socorrer a otros seres humanos, si queremos caminar de frente sin avergonzarnos, sin la mordida de la mala conciencia de estar entre los privilegiados del mundo, que tienen más de lo necesario y, por lo general, se cruzan de brazos.
Se vuelve urgente ponerse en la piel del otro, aunque solo sirva para hacerse una idea remota de su situación, porque quien de verdad sabe de dolor es aquel al que le duele lo que vive y de soledad el que la siente en sus carnes haciéndole mella. Arrimar el hombro es mejor que escurrirlo. Que basta poner la tele o abrir los ojos para saber que hay muchísima gente que necesita comida, abrigo, cariño… Que hay niños que no han visto en su vida un juguete, otros que no comen o han sido abandonados. Con nada que se dé, el beneficio puede ser enorme. Basta contactar con alguna ONG o ir directamente adonde más falta hace la ayuda.
La recompensa será grande. No la vanidosa, sino la de haber contribuido a hacer más confortable y justo el mundo, siquiera en una pequeña escala. El prójimo puede estar lejos o ser el vecino más a mano, la persona que demanda escucha, el solitario que ansía palabras, el abatido que necesita quien le dé alas… Si contribuimos a que cualquier persona desee vivir o ame más la vida, ya estaremos pagados. Más dicha no cabe. Sabremos que nuestro paso por el mundo no habrá sido en vano. Todo menos encogerse de hombros. Que mañana puede ser tarde y, además, aún no ha llegado. Hoy, y ahora y aquí, es cuando podemos y debemos arremangarnos y echar una mano al de al lado, si la está necesitando. Ya estamos tardando.

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