MEMENTO MORI

Decía Octavio Paz: “El culto a la vida, si de verdad es profundo y total, es también
culto a la muerte. Ambas son inseparables. Una civilización
que niega a la muerte, acaba por negar a la vida”
Aunque en la actualidad, el acomodo de las fiestas pretéritas a los intereses modernos ha devenido en una importación foránea de un carnavalesco y tanatológico Halloween, los que ya peinamos canas, aunque sean pocas dicho sea de paso por la calvicie, recordamos la fiesta de Todos los Santos y los Difuntos, a la vez que algunos reflexionamos sobre el paso del tiempo y la tan poco deseada muerte.
Hace mucho tiempo, hace años, se tenía más conciencia de la muerte en el día a día, se vivía menos años y peor, la mayoría de la gente lo hacía en condiciones paupérrimas y se acogía la muerte, aún con desconfianza y miedo, como un posible tránsito a una mejor vida (eterna). Eran tiempos en que las religiones tenían más fuerza. Tenían también más control y poder. Quede por delante mi respeto a todas las creencias, así como a todos los que creen o no en ellas, de forma pública o en su intimidad.
El hedonismo moderno conlleva recluir la idea de la muerte en el baúl del olvido, porque incomoda. Los amos del universo mediático y comercial, los dueños del dinero, preconizan que estemos zurumbáticos, lenificados, concentrados en lo que podemos hacer, en lo que conseguimos producir y en lo que podemos gastar. Sobre todo, en esto último. Para mucha gente, empequeñecer todo lo relativo a la muerte, invisibilizarlo, disociarlo del día a día, añade un escudo amnésico a su existencia, quita miedos o los retrasa, y no frena la vorágine de su tiempo o sus ganancias. Aunque los rituales mortuorios clásicos han disminuido (los velatorios, lutos, paseos y acompañamientos fúnebres, los entierros incluso), los duelos modernos se aliñan mediante el uso de las nuevas tecnologías, extendiendo los pésames “preenvasados” a muchos contactos, parte de los cuales ni siquiera conoce al finado.
Ya en el antiguo poema de Gilgamesh aparecía: “día y noche le he llorado”. “La evidencia de la muerte le deja a uno pensativo y le vuelve pensador”, dijo Savater. Incluso Ortega, refiriéndose a Don Juan, obra antiguamente releída y representada en estas fechas, dijo que “es la muerte el fondo esencial de su vida, contrapunto y resonancia de su aparente jovialidad”.
Tomando ideas prestadas de Spinoza o Schopenhauer, me atrevería a afirmar que el rasgo más propio de los humanos, aquello que nos define como tales, es la conciencia de que vamos a morir. No es posible experimentar la propia muerte, siempre la observamos desde fuera. Esas experiencias nos acongojan cuando se trata de familiares u otros seres queridos, y nos van informando sobre esa nada, ese vacío que llega, que tachamos para poder vivir más tranquilos. Muchas personas notan la llegada de la muerte, van perdiendo la vida poco a poco, su salud declina, sus reservas decaen de manera notoria y presienten esa despedida. Nos lo dicen. Unas se asustan. Otras lo asumen con enorme entereza, que nos sorprende y da energía a los más jóvenes, o menos viejos. Esto lo consiguen sobre todo aquellos, independientemente de ser más o menos religiosos, que han conseguido tener una vida plena, que han cerrado los círculos de sus vivencias, que se han despedido, que han terminado sus cosas pendientes…
Ya que no hemos elegido venir al mundo, ni dónde, ni cuándo, y tampoco podemos escoger cuándo nos iremos de él ni la manera en que va a suceder, deberíamos poder decidir cómo vivir, aunque eso tampoco es siempre posible. Dentro de nuestra libertad, algo insustituible en este y otros escenarios, sí tenemos aún reservados momentos deliciosos para decidir qué hacemos con los días o años que nos quedan o, mejor dicho, con algunos instantes de aquéllos. Eso también solo lo notamos y sentimos los humanos. Tenemos esa libertad de elegir. Hace unos días, en un viaje deseado de antiguos amigos del instituto, cantamos estrofas latinas, “gaudeamus igitur” (alegrémonos pues), “carpe diem” (aprovecha el día), “in vino veritas…in aqua sanitas” (no creo que precise traducción), mientras brindábamos con un poco de vino y celebrábamos poder aprovechar esos instantes que la vida nos concede en el placer.
“Memento mori” no fue una frase escogida para ese día. Esa era una máxima expresada por lacayos que acompañaban a emperadores romanos para recordarles que su endiosamiento era perecedero. No en vano significa “recuerda que morirás”.
Después de reflexionar, he llegado a la conclusión de que, ya que el principio y el final nos es impuesto, solo podemos elegir una parte de la etapa en la que vivimos. En ella, creo que suponen trazos fuertes de felicidad la familia, los amigos, la verdad, la bondad y el amor.
Siempre habrá vida mientras haya amor, pudo decir el poeta. No sé, pero lo recuerdo hoy, a la vez que guardaré una o dos monedas para Caronte, por si al final, incluso al final, pudiese haber una sorpresa.

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