A Carmen Morales Arcos
y a Mari Puri Tofé Redondo,
que ya descansan en paz
y en la memoria de quienes las quisieron.
“Muchas maravillas hay en el mundo,
pero la obra maestra es el corazón materno”.
Khalil Gibran
Son el primer contacto con la vida, quienes nos traen al mundo para ya, por lo general, no dejarnos de su mano mientras vivan. Son el anclaje a la existencia, el timón y la vela para navegar por ella. El desvelo permanente, el amor a fondo perdido, sin notas a pie ni excepciones, sin exigencias; son la generosidad y la entrega. El primer domingo de mayo es poca cosa para quien merece que se le dedique la vida entera por su infinita paciencia y su capacidad para olvidar ofensas. Las madres son espejo y ejemplo, referente, motor y ancla, consuelo y asidero en la vida, si vienen mal dadas. Las madres…, el cariño asegurado de por vida, impagable compañía, cobijo siempre ante cualquier intemperie. Su ausencia desola el alma. Por eso, es preciso homenajearlas mientras vivan, acompañarlas hasta el final de sus días. A esas madres que se sacrificaron por sus hijos, ya fuera trabajando en la calle o en la casa; que renunciaron, quizás, a su trayectoria profesional para dedicarle más tiempo a su familia. Las madres, que nunca piden cuentas, que se dan sin medida; las que, preocupadas, pierden el sueño de madrugada. Las que, con un beso, hacían que la pequeña herida no fuera nada y, al poco, se curara.
Las madres, naturales o adoptivas, o las que han ejercido como tales con niños de acogida. Madres que hacen lo que sea para que a sus hijos no les falte nada, que sufren en carne propia si sus hijos son objeto de burlas y acosos, si los maltratan. Madres orgullosas de sus hijos, aunque vean sus defectos, pero, ¡eso sí!, que nadie se los diga. Madres de hijos enfermos, que no se retiran de su vera, o que han perdido un hijo y siguen viviendo, aun con el corazón magullado y dolorido. Hay quienes quisieron ser madres y no pudieron y quienes quieren serlo y cuentan los meses que les faltan para dar a luz. Y las hay que esperan en la residencia que vayan a verlas y otras que, cuando visitan a sus hijos en la cárcel, con la pena encharcada en su mirada, se preguntan qué hicieron mal. Y están las que, con el alma desgarrada, dejaron atrás a sus hijos para irse a un país extraño a trabajar y enviarles dinero para darles un futuro mejor. Todas son dignas de admiración.
Sin duda, merecen más que un día al año quienes nos trajeron a la vida. Merecen cada día del año y todos los años de nuestra vida, hasta el último aliento, por querernos desinteresadamente, sin límites, por todo lo que nos dan o nos dieron. Teniendo madre, pueden venir olas de contratiempos y se sortean; da igual que no toque la lotería o se ponga cuesta arriba la vida. Con ellas al lado, se puede con todo porque llenan las horas con su sola presencia y alientan.
Hasta Jesucristo, siendo Dios, quiso tener una madre porque sin ella el paso por el mundo pierde sentido; porque, si falta, los días languidecen sumergidos en el vacío de una orfandad profunda, de un saberse sin arnés en el mundo, perdidos en la inmensidad del universo sin esa madre que se desvive por sus hijos, sin ese amor garantizado, a prueba de disgustos, sin caducidad prevista.
Madres que todo lo dan, que nada se guardan, que anteponen el bienestar de sus hijos al suyo, que no se rinden, que caen y se levantan y toman la vida como viene y hacen de tripas corazón y de corazón se vuelcan en sus hijos, latido a latido, hasta el último. Las madres, crisol de virtudes, razón de ser de nuestros días, fundamento y raíz de nuestra vida. Madres benditas, imprescindibles, queridas, el regalo que, nada más nacer, nos hace la vida. Eternas deberían ser y quererlas nuestra mejor manera de corresponder a todo lo que les debemos, aunque siempre estaremos en deuda con ellas, siempre debiéndoles la vida y su darse a cada paso. Por eso, un día de mayo no es suficiente para agradecerles lo que han hecho por nosotros y su continuo estar en vela. Por eso y por tantas cosas, toda una vida no basta para quererlas.
Pero es que, además de la que nos trajo al mundo, en Rute tenemos también otra Madre que, ya sea en la advocación de la Virgen del Carmen o de la Cabeza, por su pueblo entero vela. En mayo y, especialmente, en el barrio alto, todo gira en torno a la Morenita, que sale a la calle el segundo domingo de mayo en un desbordamiento de alegría que invita a vivir y nos recuerda en los Cortijuelos, con un derroche de pasión que cautiva, lo bonita que puede llegar a ser la vida. Así seguirá siendo cada mayo. Y, mientras se pueda, disfrutaremos sin reparos del placer enorme que es siempre Rute en primavera.