Desde que se anunciaron con una falta o con una náusea cambiaron la vida de sus padres, y he dicho bien, de su padre y de su madre. La colaboración fisiológica es diferente, pero el deseo no lo es. No sé lo que sintieron los demás, pero para nosotros la impresión inicial pudo ser inefable, inexplicable con palabras, aunque por dentro notamos una descarga de felicidad intensa, un movimiento de concordia con la naturaleza, un vuelo hacia la perpetuación e infinitud…Los mejores momentos de la vida, los instantes más plenos y felices, tal vez van unidos a un poco de locura. Ese es uno de ellos. Un test positivo que se acompaña poco después de una sonrisa espontánea y un ramo de flores da comienzo a la andadura de la vida más hermosa, porque poder dar vida, es quizás lo más importante que podamos hacer los humanos.
Luego hay que cuidar esa vida, educarla, intentar que consiga vivir lo mejor posible, inhibir hasta donde se pueda que la “sociedad” la desvíe del camino recto, acompañarla en sus metas, soltarla cuando sea oportuno y necesario (romper el cordón umbilical), y estar a su lado hasta que nosotros nos vayamos, o dejemos de darnos cuenta.
Cuando se buscan con ilusión, saber que llegan nos llena de alegría, la gestación es bienvenida y dichosa, el alumbramiento muy deseado y las posteriores noches de insomnio mejor soportadas. Tras la pequeña decepción al ver que no traen un pan debajo del brazo, lo que sí ocurre es que empezamos a percatarnos de que tenemos una función primaria desde ahora, contamos con una responsabilidad muy importante desde este momento, y el bienestar de esa personita se convierte, y así debe serlo, en una prioridad. Eso no quita que se desarrolle adecuadamente la relación de pareja.
Independientemente de que la era moderna haya ofrecido ciertas ventajas con respecto al conocimiento de la salud prenatal, tras el nacimiento estamos expectantes para ver que no le falte nada a nuestro vástago, que haya nacido completito, cosa que nos recuerdan constantemente las abuelas. Son estas, sobre todo, las que comienzan raudas a buscar los parecidos, de forma sesgada habitualmente, con sus respectivos hijos. En los primeros meses establecemos un vínculo cercano, exagerado, de gestos y sílabas sin sentido, que sin embargo parecen tenerlo para los padres que escuchan al lado. La facilidad para pronunciar la m por su carácter bilabial, hace que con mucha frecuencia la primera palabra traducida más o menos correctamente sea la de mamá. Y es un verdadero acierto, porque añadiría un punto de agradecimiento genuino a su existencia, a la vez que recuerda el primer sustento que aporta la amable y amada Naturaleza, la leche materna, vestigio heredado de nuestros no tan lejanos antepasados y coetáneos mamíferos. No me referiré aquí al pensamiento de denostar la lactancia materna, ni siquiera de renegar de la maternidad que tienen algunas mujeres que valoran más su estética que la lactancia o la descendencia, porque entra dentro de su libre elección, pero sí tengo que recordar, como profesional acreditado, que no hay mejor alimento durante los primeros meses del bebé que la leche materna.
Ya desde el alumbramiento, pero de forma más notoria algo después, cuando van creciendo, aparecen los llantos, las fiebres y los chichones. ¡Pero son tan pequeños, son tan vulnerables, están tan necesitados de ayuda y de cuidados! Emergen nuestras preocupaciones, que ya no desaparecerán nunca. Creo que no sé describir bien en qué consiste esa preocupación. Porque, por un lado, tememos que nuestro hijo pueda enfermar, pueda elegir malas compañías, pueda tener mala suerte en el amor, pueda adelgazar por no comer lo suficiente, pueda perderse al elegir la fiesta en vez de los estudios y el esfuerzo, y otras cosas, pero, por otro lado, deseamos no entrometernos en exceso en su educación, a la vez que permanecemos siempre pendientes, intentando corregir y modelar su aprendizaje vital. Podemos, no obstante, estar en un error, al transmitir nuestra forma de idear, concebir, ser, escoger y actuar. A veces pensamos incluso en pedirles perdón por no haber podido otorgarles la posibilidad de haber tenido otros padres y de haber nacido en otro lugar u otra cultura. Y es que no es fácil criar hijos. Sabido y repetido es que no vienen con un manual de instrucciones, pero tampoco nosotros nos hemos formado en ocasiones en lo que sí se conoce sobre el apego y la crianza. Ya hay libros muy buenos al respecto, más allá de los innecesarios superventas de autoayuda. Sin embargo, ningún libro podrá sustituir el buen hacer de unos padres que lo hacen lo mejor que saben y pueden, con cariño y paciencia. Luego, la adolescencia nos pone a prueba en esta última, porque no hemos llegado a aceptar bien que tienen que comenzar a labrarse una personalidad propia, y parte de ella se consigue por confrontación, a diferencia de la primera infancia, en la que embeben todo lo que les decimos sin crítica alguna, crédulos de todos nuestros atinos, casualidades y errores.
Cuando era pequeño, un loco bajito, escuchaba en la radio una melodía que repetía: “Como se quiere a los niños, no se puede querer más”. Y también me advirtieron bastante jovencito, mis propios padres, que me enteraría de lo que se quiere a un hijo cuando yo tuviese los míos. Una verdad incontestable y universal.
Vi y escuché hace días a un concursante, conocedor de casi todo el diccionario, cuando le preguntaron qué palabra consideraba más bonita del español, responder que era conticinio, aquel momento de la noche en que todo está en silencio. A veces, cuando eran pequeños, nuestros hijos nos permitieron, después de varias horas, llegar a disfrutar de esos instantes, pero, sin duda, nuestra palabra más hermosa dista de ser la de ese concursante. Nuestra palabra más hermosa, es sencilla y sinceramente hijo, ese tierno pequeñito que nos hace disfrutar de un amor incondicional, y llega para la eternidad…
¡DESTACAMOS!