Mientras llega la hora

A la memoria de Antonio Altamirano (q.e.p.d.)

                                                                                                                                  y a su familia.

                                                                                                                                  A quienes sienten y lloran una pérdida reciente.

  

                                                                                                                                               

                    Morir sólo es morir. Morir se acaba.

                    Morir es una hoguera fugitiva.

                    Es cruzar una puerta a la deriva
y encontrar lo que tanto se buscaba.

  1. L. Martín Descalzo

 

                                           “Para todos tiene la muerte una mirada”.

A menudo, le damos de lado. La ocultamos o la disfrazamos, como si de un personaje de este “Halloween” ajeno que se nos ha colado en las celebraciones se tratara. Pero ella es implacable y viene con aviso o sin él, cuando menos se espera, y trastoca planes y deshace familias, vistiendo de riguroso luto la rutina. La muerte descompone la vida, aun siendo parte de ella, su inevitable contrapartida.

Ignoramos cuándo va a venir. El día y la hora no lo sabemos, pero nada más cierto que su llegada aniquiladora. Su existencia da sentido a este rápido pasar por el mundo y, a la vez, lo relativiza todo y lo vuelve, en parte, absurdo – “después de tanto todo para nada”, que decía el poeta José Hierro -. Porque todo pasa y se diluye en el tiempo. La amenaza constante del final – la vida pende de un hilo -, debería hacernos más humildes porque la muerte sepulta vanidades y a todos iguala cuando escribe nuestro nombre en una lápida o convierte en cenizas mil afanes.

No queremos pensar en ella, pero vendrá. Y, como a veces se escucha de personas mayores, aún sin desearla, en ocasiones “la muerte es precisa”, sobre todo cuando la vida ya no es vida sino un prolongarse los días en la cama, postrados, sin estar ya en este mundo, aunque se esté. Precisa para que cesen sufrimientos, para descansar del duro bregar que es la vida cuando le da por complicarse y se pone cuesta arriba.

No queremos pensarlo, pero aquí se quedará todo cuando nos vayamos a la nada, como piensan algunos, o al paraíso que no alcanzamos a imaginar en vida y que nos gustaría que se pareciera a los lugares donde fuimos felices. No concebimos arcadia que supere las maravillas que hay en este mundo y cuesta creer que pueda haber felicidad eterna, si no incluye lo que queremos aquí y ahora, y todas las cosas – café, dulces, periódicos, nuestra mesa camilla… – que nos hacen la vida más transitable.

Aquí se quedará, cuando se nos cumpla el plazo, todo lo que quisimos, las cosas que ahora sentimos tan nuestras y de las que se desharán fácilmente quienes nos sobrevivan. Y, al irnos, pasado el día de las alabanzas, que escasean en vida y llegan casi siempre a destiempo, seremos apenas un suspiro, un nombre mencionado de paso en una conversación, un recuerdo desvanecido, venido de vez en cuando a la cabeza de alguien que nos quiso. Poco más seremos. Es cierto que la gente no muere del todo mientras se la recuerda, pero, quienes nos sucedan, seguirán, porque no les queda otra, yendo a sus asuntos con urgencia, como queriendo espantar así la muerte; seguirán agarrados a la vida como a la barra de un metro que va demasiado deprisa, librando sus batallas diarias, pensando que la muerte no va con ellos, hasta que aparezca, siniestra, desterrándolos de lo conocido, alterando la agenda o inaugurando ausencias cercanas, enlutando de repente el calendario.

El sentido último de este trajín que es vivir lo desconocemos. Teorizamos. Nos ponemos solemnes. Escuchamos que el sentido de la vida es amar, y puede que lo sea, pero, más bien, el sentido no es sino el que le queramos dar a lo que hacemos mientras vivimos. No más. Es difícil encontrarle lógica a tantos desvelos que acaba sepultando una losa o terminan quemándose y esparcidos en el aire. La vida, tan corta – aunque se haga larga si la enfermedad o el dolor la anegan – será hasta el último día un jeroglífico indescifrable, un misterio que nos sobrepasa por doquier.

Sabemos solo que vinimos al mundo y que de él nos iremos un día, y, siempre en la cuerda floja de la vida, apenas si tenemos lo que ahora tocan nuestras manos, la realidad que sentimos y palpamos. Por eso, no hay mejor conjuro ante la muerte que aplicarnos a vivir a fondo y aprovechar lo que traigan los días, la buena compañía y ahora, en noviembre, la carne de membrillo, una tarde de brasero y castañas, las aceitunas partidas… Porque, como se suele decir, “eso es lo que nos vamos a llevar”. Lo vivido nos lo llevaremos puesto. Por eso, mientras nos llega la hora, sin reparos, sin miedos, sin dejar lo que podamos disfrutar hoy para luego, ¡vivamos! Y digamos lo pendiente de decir antes de que se imponga, inexorable y sin remisión, el definitivo silencio.                                                                                                         Cesare Pavese

Deja un comentario