Salimos del teatro con una sensación doble de agotamiento y triunfo: habíamos ganado dos guerras al corazón en lo que duraba una obra. Nos detuvimos en la puerta del Reina Victoria como náufragos que, agotada la tormenta, toman aire y vienen a sentirse plenos de realidad y sosiego. Nos miramos a los ojos todavía húmedos, nos sonreímos y volvimos al teatro a dar las gracias.
El talento dramatúrgico de Silvia Zarco y de Eva Romero, autora y directora respectivamente de Las suplicantes, reside además de en el respeto a los clásicos, en tan pequeñas y tan grandes decisiones sobre el escenario como en aquellas que tienen que ver con «la oscuridad de la caverna de la creadora», que diría la primera. La obra ya cuenta con un recorrido en el Festival de Teatro Clásico de Mérida, donde obtuvo un pleno de público y un acierto de crítica. Además, el texto puede encontrarse publicado en la editorial VdB, donde su virtud primera es un prólogo de ambas llamado ¿Cómo nacieron nuestras Suplicantes? Es de ahí y de la presentación del libro de donde pretendo darles la información de mi artículo, por si hubiera algún temeroso del spoiler. Es en ese brevísimo texto donde uno empieza a darse cuenta de la belleza y de la delicadeza que se va a encontrar en el interior. Nos cuentan que existen dos obras casi paralelas en el tiempo, en el siglo V a. C., que vienen a llamarse así, Las suplicantes, una de Esquilo —donde las Danaides huyen en una nave que llega a nuestra Europa por culpa de una boda forzada con sus primos egipcios—; y la otra es la de Eurípides —protagonizada por las ancianas madres de Argos a quienes no permiten enterrar dignamente los cuerpos de sus hijos fallecidos en la guerra de Tebas— . Ambas manaban de la misma fuerza, nos dicen en el prólogo, y efectivamente así es. Las suplicantes de Silvia Zarco es una adaptación desde dos núcleos argumentales o corazones latientes que se compusieron separados, pero que toman demasiado sentido juntos, tejiendo una trama que hunde las raíces en los clásicos para volver a las preguntas de siempre. Las danaides y las madres de Argos, que no llegarían a conocerse según la cronología, se toman de la mano ahora en un sentido homenaje a la cultura clásica, a la literatura, a la vida y a la memoria.
En la primera parte de la obra asistiremos al desgarrado llanto de mujeres que huyen, que llegan ilegalmente, que quieren encontrar la llama del hogar en un país extranjero y, sobre todo, que luchan por conseguir que su cuerpo sea su primera casa. Ser dueñas no solo de su destino sino de lo más cercano que deberían tener: su piel, su sexualidad, su libertad. Las Danaides huyen a la desesperada para salvar su vida y se convierten posiblemente en las primeras refugiadas de la literatura. Con sus ramos de suplicantes deberán rogar al rey de Argos —un rey que habla con lengua libre, que presume de usar la palabra en lugar de la espada— para que les permita llevar una nueva vida alejadas de tanto sufrimiento.
Para las madres de Argos, el drama no se produce en su propio cuerpo, pero sí en su misma sangre: tras la guerra, el rey de Tebas no permite enterrar los cuerpos de los soldados vencidos para darles un último escarmiento. Es entonces cuando un ejército de madres —con la inolvidable veterana María Garralón a la cabeza— se encaminará a Atenas para reclamar la carne y los huesos de sus hijos. Pretenden dar digna sepultura como mandaban las costumbres griegas. Su llanto ha de conmover. Y para ello, Zarco las junta sobre el escenario, para que su súplica, la de las danaides y la de las madres, sumen un único relato que conmueva —etimológicamente, ‘que ponga en movimiento’, ‘que suscite’, ‘que impulse’, ‘que agite’—.
Para todo ello, Zarco, como Esquilo y Eurípides, pone de relieve el poder de la palabra que mueve el corazón de héroes y de reyes. Y cómo no, el de su público. Porque para que se ponga en pie esta obra, la adaptación ha escogido muy bien las suyas, respetando tradiciones escritas y orales, sonoridad en lo posible y un profundo sentimiento etimológico. Zarco nos lleva al corazón siempre la palabra justa. Por eso se produce la necesaria catarsis. Encontrar las palabras es acertar en los demás. Y en eso la obra no puede ser más afortunada.
Uno abandona el teatro con la sensación de haber vencido dos batallas al corazón cuando sale de Las suplicantes, como dije al principio. Pero también, y esto lo dice en su presentación la propia autora, de haber puesto nuestra sociedad actual frente al espejo. Si hace más de dos milenios que el rey de Argos pareció entender que el cuerpo de las mujeres es solo suyo, ¿qué sociedad es aquella que clama neciamente contra la libertad de la mujer? ¿Qué tribunal, política o religión son aquellos que debe decidir sobre el destino del propio cuerpo, de la propia decisión? En estos días en que el Tribunal Supremo de Estados Unidos ha revocado la sentencia que garantizaba el derecho al aborto en su país, hemos salido del teatro sabiendo que las batallas ganadas del pasado hay que reivindicarlas porque hasta podrían avergonzarnos en el presente. Por eso, acudan al teatro. Recién empiezan una gira que las llevará a muchas partes de Andalucía y Extremadura—pueden buscar su página en redes sociales—. Viajen de la mano de estas mujeres y pónganse sobre sus sandalias, entre su dolor y su miedo. Entenderán que los derechos, cuando no han de celebrarse, volverán a suplicarse.