Las puertas al campo

(Carta abierta desde mi cuarentena para sobrellevarla)

No se trata de ver las cosas negras.

Se trata de tomar precauciones.

ALBERT CAMUS: La peste

 

 

 

 

Desde que tenemos conocimiento histórico sabemos que, con cierta frecuencia, la humanidad se ha visto acometida por pandemias de variada etiología. Sin tener que remontarnos a las plagas bíblicas, algunos de nuestros mayores tendrán conocimiento de la llamada gripe española (1918), e incluso nosotros mismos podemos acordarnos del desembarco del SIDA en nuestra sociedad, y a escala universal. En la historia de nuestro país el siglo XVII es conocido como el siglo de las crisis por antonomasia, singularmente por la recurrente presencia de la peste; pero tampoco podemos olvidarnos del paludismo y la viruela en el XVIII, o de la fiebre amarilla y el cólera en el XIX. Palabras malditas que venían a ser sinónimo de terror y muerte, sobre todo la peste. Desde su origen asiático (también se piensa en China) se expande gracias a la ruta de la seda hasta Constantinopla, y desde esta por tierra y por mar hacia todo el occidente europeo. Los estragos que originó y los cambios que propició son impensables para nuestra limitada mentalidad.

Con este escrito no pretendo dar una clase de Historia, pero sí invitar a una reflexión sobre los acontecimientos que ha desatado el COVID-19 en un precario ejercicio de comparación entre lo que está sucediendo hoy y lo que sucedió sobre estas mismas casas y calles hace 340 años. Porque la Historia es machacona, muy tozuda, y nosotros olvidadizos, ya que seguimos sin escarmentar en cabeza ajena, que no por falta de conocimientos.

La peste se extendió por Andalucía a mediados del XVII, con mayor incidencia en las urbes que en las zonas rurales: se estima que Sevilla perdió casi la mitad de su población[1]. Es muy fuerte el mero balance demográfico, sin considerar las secuelas económicas y sociales. En Rute se tomaron las medidas preventivas de rigor: cuarentenas, quema de ropas, empleo de ropa limpia y lavatorio con vinagre. No se sabía por donde podría venir el contagio: ¿por Lucena?, ¿por La Hoz? El caso es que la infección no hizo acto de presencia y bien podemos decir hoy que los ruteños de entonces tuvieron suerte, o que sus plegarias fueron escuchadas, porque la peste, las plagas de langostas, los temporales y otras desgracias de la naturaleza se consideraban una suerte de castigo divino a la humanidad por sus/nuestros pecados/atentados al medio ambiente.

Al menos desde julio de 1676 se conocía en Rute el rebrote loímico que estaba extendiéndose por la costa levantina. Se sabía las mediadas que había que adoptar para protegerse: de inmediato cercar toda la villa con tapias por parte de los vecinos y establecer cuatro puertas de entrada con vigilancia, la de la calle Granada sería la única para el acceso de forasteros y arrieros, las de la Placeta, Llano y calle Lucena serían de uso exclusivo de vecinos para ir a sus trabajos[2]. Como sucedió un cuarto de siglo atrás solo cabía encomendarse a Dios y esperar que la guadaña pestífera pasase de largo. Y así fue durante los tres años siguientes, inspeccionándose cortijos y caserías, huertas y molinos que estaban extramuros de la villa, controlando las mercancías, sobre todo las ropas, y la llegada de desconocidos, forasteros o de gentes procedentes de zonas que se sabía estaban contagiadas. Incluso se adoptaron unas cédulas identificativas especiales para los vecinos que salían y entraban a diario. Cuando en 1679 se supo que Antequera y Lucena se habían infectado, el miedo se transformó en pánico. Se prohíbe todo contacto con estas ciudades, se prohíbe sacar todo tipo de vituallas con confiscación de bienes y cabalgaduras, especialmente trigo, se ordena a los vecinos que barran y limpien sus calles y que los hortelanos suministren sus productos en la villa. Como era de esperar los vecinos que podían acapararon trigo y la pretendida autarquía local se convirtió en familiar.

Lograr un aislamiento efectivo resultaba imposible en Rute, especialmente con Lucena, por la población diseminada que existía en el camino que las une, entiéndase Los Llanos, Granadilla, Zambra, y por los diversos molinos que existían junto al río Anzur a los que los lucentinos acudían a moler su grano[3]. Como se comprobó que la puerta de la calle Lucena era un coladero, se quitó y tapió. Ciertamente las autoridades iban actuando a remolque de los acontecimientos. Eran conscientes de que estos les iban a desbordar, de ahí que sus disposiciones se fuesen radicalizando en aras al pretendido aislamiento conforme veían que las circunstancias se iban deteriorando. La machacona reiteración de los decretos del alcalde mayor y de los regidores implicados en la salvaguarda de la villa tan solo nos hace pensar en el incumplimiento de las órdenes y que, en consecuencia, se presumía lo peor, porque les resultaba imposible poner puertas al campo.

Tras la tregua invernal, llegó el mes clave: abril de 1680. El médico, D. Martín de Arcos y Rojas, con meritorio ejercicio de su profesión, diagnostica la presencia de la peste en el interior de la villa, noticia que oculta a la autoridad para no generar más alarma al vecindario[4]. Dispone quemar la ropa de la primera contagiada, que como murió a las pocas horas, fue enterrada en los corrales de su casa, y el resto de la familia enclaustrada en la misma. Se supone que el contagio llegó en unas ropas procedentes de Lucena. En esta primera casa infectada, de las seis personas que la habitaban, solo sobrevivió una. Con esta letalidad tan fulgurante, con los síntomas que presentaban las víctimas y los informes del médico, en mayo no hubo más remedio que reconocer oficialmente la presencia de la peste en Rute. Ahora todos se aislaban de Rute y de los ruteños.

Dado el carácter contagioso y la propagación que se empezaba a producir, el médico –ya se podrán ustedes imaginar el conocimiento que tuviese sobre esta etiología, los medios de que disponía, la farmacopea que pudiera tener a su disposición o la eficiencia de sus remedios– recomienda a la autoridad formar un hospital para los contaminados, quemar todas las ropas de estos y evitar el contacto físico entre las personas para no inhalar los aires de los afectados. De inmediato se ubica el hospital de apestados en siete casas al final de la calle Fresno, que a tal fin son requisadas y en las que cada paciente se alojaría con su propia ropa de cama. Se dispone quemar todo lo que sea sospechoso, preservando maderas o cerámicas que son susceptibles de desinfectarse con vinagre, y los metales que se puedan purificar con fuego. Los familiares deberían abandonar las casas infectadas para hacer cuarentena aislados, salvo los autorizados a permanecer en ellas con la puerta sellada. Todos los capitulares y eclesiásticos se aplican a tareas de emergencia sanitaria, porque la precaria estructura sanitaria de la villa había quedado ampliamente desbordada, además no había cirujano. Los intentos de contratarlo en Lucena fueron frustrados por su ayuntamiento, hasta que se pudo concertar la presencia de unos religiosos de la orden de san Juan de Dios que se prestaron a la tarea de asistir en el hospital[5]. Los fallecidos en sus casas eran enterrados en sus respectivos patios o muladares, los del hospital en unas fosas aledañas al mismo. Un recinto habilitado en la Vera Cruz para los convalecientes no era el más adecuado, hasta que los frailes consiguieron trasladar a los pacientes a una casa en La Placeta mejor aireada.

Cuesta trabajo imaginar tal desbarajuste, tanta desgracia, tanta impotencia, y al mismo tiempo tanto trabajo, tanto coraje, tantas ganas de vivir. Si hemos podido constatar que entre abril y agosto de 1680 al menos se contagiaron 246 personas, con una letalidad del 75 % (en ambos casos se trata de cifras mínimas), trasladar este porcentaje a la actualidad sería para Rute una auténtica hecatombe. Hoy sabemos que se trata de un coronavirus, cómo se propaga, de la profilaxis a emplear, de los ingentes medios científicos y económicos puestos al servicio de una investigación que lo anule o al menos lo controle, hoy disponemos de información al instante, de recursos que nos llegan de muy lejos, de medios higiénicos en todas las casas, no nos falta la alimentación ni el entretenimiento. ¿Se imaginan ustedes a los desesperanzados ruteños de 1680 sin nada de esto? ¡Pónganse en su lugar! Casas sin saneamiento, luz, ni agua corriente, con animales dentro de las viviendas y muladares, un enclenque sistema sanitario (por llamarlo de alguna manera), hospital y cuarentenas como lugares donde contagiarse. Pero algunas cosas siguen igual: se insiste en la higiene, evitar el contacto y aislamiento, cuarentena con todo rigor, reconocimiento a los frailes, sanitarios y servidores que quedaron en el camino, algunos vecinos inconscientes, cómo no, y los políticos siempre detrás de las evidencias.

En 1680 recibimos un palo duro, pero la situación no llegó a ser catastrófica, aunque menguara la población al menos un 5 %. En este 2020 atravesamos una adversa coyuntura, la Real Hacienda no nos perdona, algunos negocios cerrarán, yo me consuelo pensando que no hay mal que cien años dure, que el Mercado de Valores se recuperará, y que el ciclo pronto tocará fondo y no tendrá más remedio que subir. En medio de toda esta vorágine tormentosa ¡ÁNIMO!

 

Postscriptum:

Por los momentos que nos ha tocado vivir, no puedo dejar de señalar la coincidencia de fechas de dos acontecimientos singulares de este 2020. Esta cuarentena (de cuarenta) que estamos atravesando, no sabemos aún por cuántos días, se ha superpuesto parcialmente con la cuaresma (cuarenta días) de este año litúrgico. Por lo mismo, el general confinamiento de la población ha traído como secuela desagradable la cancelación de todos los eventos religiosos y populares que conlleven la concurrencia de numerosos asistentes, como las procesiones de Semana Santa, la jornada de san Marcos, las fiestas de la Cruz y de la Cabeza, o la feria de mayo, mas no por ello debemos dejar de experimentar en nuestra clausura, personal y física, tales celebraciones.

Aquí quiero traer a colación también el paralelismo o similitud que se puede apreciar entre ambos eventos cuarentones para recalcar que al final del camino encontraremos la luz, que en medio de las penalidades siempre hay un lugar a la esperanza. Porque al igual que no existe una cuaresma, por muy dolorosa que sea –hogaño sin duda más íntima y recogida que otrora, mas no por ello menos intensa y padecida– sin la culminación jubilosa de la Resurrección, tampoco hay cuarentena que merezca tal nombre sin su correspondiente declaración de Libertad. ¡A ESPERAR!

 

Rute, viernes de Dolores de 2020.

 

 

Bartolomé García Jiménez

Cronista Oficial de Rute

 

[1] Resulta de interés la obra de Juan BALLESTEROS RODRÍGUEZ: La peste en Córdoba, Córdoba, Diputación de Córdoba, 1982.

[2] Para más detalles puede consultarse GARCÍA JIMÉNEZ, B.: Demografía Rural Andaluza: Rute en el Antiguo Régimen, Córdoba, Diputación de Córdoba y Monte de Piedad y Caja de Ahorros de Córdoba, 1987.

 

[3] Sobre estas relaciones y el drama que se padecía en Lucena puede verse nuestra comunicación “Relaciones de vecindad entre Lucena y Rute en torno al contagio de peste de 1679-80”, Estudios sobre Lucena. Actas de las Segundas Jornadas de la Real Academia de Córdoba sobre Lucena, Lucena, 2000, pp. 201-220.

[4] Este diagnóstico lo hemos publicado en Textos para la Historia de Rute (1533-1812), Rute, Fundación Pino Morales, 1994, pp. 37-38. Sobre este médico puede verse GARCÍA JIMÉNEZ, B.: Vivir en el XVII. Desde la microhistoria, Córdoba, Universidad de Córdoba y Ayuntamiento de Rute, 2011.

[5] El convenio con estos frailes puede verse en GARCÍA JIMÉNEZ, B.: Nuevos documentos para la Historia de Rute (siglos XVI-XX), Rute, Ayuntamiento, 2004, pp. 86-88.

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