“La belleza atrae, la inteligencia encanta y la bondad retiene” (Ortega y Gasset).
“Nadie puede hacer el bien en un espacio de su vida mientras hace daño a otro. La vida es un todo indivisible” (M. Gandhi).
En los últimos días, a raíz de la invasión de Ucrania por Rusia, seguro que ha pasado por nuestra mente el recuerdo de otras situaciones trágicas pretéritas, como el holocausto judío, los gulags de Stalin o el genocidio de los indios americanos, por poner algunos ejemplos. No estamos ya preparados para ver este tipo de injusticias ni para ver que un país decida invadir otro país soberano y privarle de su libertad. Hablaremos de la maldad, hoy.
A lo largo de la historia, los antropólogos y los psicólogos sociales han intentado estudiar y escudriñar las causas o motivaciones que llevan a comportamientos deleznables. El experimento que marcó un antes y un después fue el de la prisión de Stanford, de Zimbardo, donde jóvenes estudiantes universitarios se transformaron en verdugos despiadados de sus propios compañeros. Podríamos pensar si solo existe la maldad en los comportamientos extremos o también en nuestra vida diaria. Los actos de maldad extrema resultan incomprensibles desde un marco humano, porque están fuera de los límites de la moralidad y traspasan la piedad animal. Englobaría a los genocidios, asesinatos en masa, etc. Por el contrario, la maldad llamada cotidiana, abarca pequeñas crueldades y transgresiones menores de la vida siempre que supongan daño interpersonal deliberado. Incluye mezquindades, infamias y ruindades de las que somos testigos (o partícipes) a diario, como conductas que engendran engaños, descrédito o exclusiones. Engloba también conductas racistas, discriminación de género, acoso escolar y laboral. En todas ellas, la naturaleza de la maldad es la misma. Lo que cambia es la intensidad con que se manifiesta. También hay maldad por omisión, al actuar de forma pasiva, por ejemplo, ante un acto violento que presenciamos, pero decidimos no hacemos nada. Se conoce que las personas tenemos prototipos de maldad y que somos capaces de clasificar las acciones dañinas en distintos niveles de intensidad.
Conceptualmente, la maldad incluye el deseo de destruir y hacer sufrir a otra persona, el deseo de humillar a otro, ser una acción intencional y planificada en la que quien comete la acción siente satisfacción por el daño que le causa a la víctima y además muestra falta de compasión hacia ella. Aunque se parece a la agresión, ésta última puede ser realizada por animales. Pero solo el ser humano es capaz de hacer el mal, propiamente dicho.
Profundizando en el análisis, autores reconocidos han llegado a la conclusión de que son más importantes, como motivaciones que conllevan maldad, las interpersonales o intergrupales que las individuales. Aunque hay sátrapas con rasgos propios inhumanos, es lo menos frecuente, y lo que se encuentra casi siempre es gente corriente que ha cometido actos de maldad porque estaba atrapada en complejas fuerzas sociales. Milgran observó que las órdenes de las autoridades tienen una poderosa influencia en las acciones de los subordinados. Otros autores apreciaron que el anonimato potencia las conductas de maldad. Bandura concluyó que podemos tener distorsiones en nuestros pensamientos que nos llevan a alterar la forma en la que percibimos nuestras propias conductas, como también podemos alterar la forma en que apreciamos las consecuencias negativas de las mismas, nuestra responsabilidad sobre ellas o la visión que tenemos de la víctima. Una de las fuentes de maldad es la forma en la que vemos a los otros, sobre todo devaluando a otro grupo, al que no pertenecemos y ensalzando nuestro grupo, por mecanismos de conexión e identidad.
Mediante la deshumanización, considerando a los miembros de otros grupos como más cercanos a animales que los de nuestro grupo (a través de la exclusión moral o deslegitimización), o bien mediante la infrahumanización, considerando a los miembros de otros grupos como un poco menos humanos (haciendo una atribución diferente de los sentimientos y emociones entre ambos grupos), se perpetuará la maldad, a la vez que intentará ser justificada.
Todo esto nos ayuda a entender (aunque no a comprender) que una “buena persona” pueda cometer una atrocidad. Llegado este momento, es cuando nos debemos preguntar si en realidad nosotros somos buenas personas. Casi seguro que rápidamente todos decimos y pensamos que sí, porque en general, no pergeñamos ni hacemos cosas realmente malas, pero podemos quedarnos meditando unos instantes, para intentar recordar al menos, qué circunstancias hubiésemos cambiado de haber podido para anular algún comportamiento propio, que, dentro de la sincera intimidad, habíamos catalogado de reprobable.
Toca pensar unos segundos. Nadie nos va a juzgar en ese intento…