“Nada está nunca acabado.
Basta un poco de felicidad
para que todo vuelva a empezar”.
Émile Zola
Como espectadores involuntarios que quisieran hacer algo por evitarlo, vemos cómo en este otoño recién estrenado siguen llegando, en pateras que a veces vuelcan y dejan niños ahogados sobre la arena, miles de refugiados sirios que huyen de la guerra y emprenden viaje rumbo a Europa. Desesperados, intentan subirse a un tren que los lleve a otro país y otra vida. Ansían llegar a Alemania para encontrar allí el futuro que su país les niega. Probablemente, haya pocas cosas más duras que tener que abandonar a la fuerza seres queridos y la tierra en la que se ha nacido para irse a un lugar desconocido, donde empezar de cero, aprendiendo un idioma nuevo y haciéndose a una manera distinta de vivir. Les llamamos refugiados porque refugio es lo que buscan; cobijo en un lugar donde no haya muertos en las calles ni casas destruidas por las bombas. Buscan trabajo y un sitio tranquilo para vivir. No es mucho pedir. Los países que los reciben tienen la obligación moral de acogerlos, aunque quienes llegan habrán de hacerse también a las costumbres del país que los acoge. La llegada masiva de refugiados pone a prueba nuestra solidaridad y debe organizarse bien para no abocarlos a la marginación.
Más cerca, hemos vivido las elecciones catalanas. La actual configuración del Estado sólo podría cambiar legalmente modificando la Constitución, que hoy por hoy sigue atribuyendo la soberanía al pueblo español, por lo que, con la Ley en la mano, son todos los españoles los que podrían decidir sobre el futuro de Cataluña. En un Estado de Derecho, ha de exigirse el respeto a la Ley, que está por encima de pretensiones separatistas que pretendan burlarla.
Por otro lado, en Santiago de Compostela, unos padres están siendo juzgados por haber asesinado – presunta e inexplicablemente – a la niña que adoptaron. Y otros padres piden que se ponga fin a la vida de su hija, aquejada de una enfermedad irreversible, en la que sin duda habrá sido la decisión más terrible que hayan tomado en su vida. Se reabre así el debate sobre la eutanasia y si somos quiénes para decidir cuándo debe acabar la vida, hecha sufrimiento y sin esperanza de mejoría.
Estos días hemos sabido también que una marca señera de coches, la famosa “Volkswagen”, ha trucado sus vehículos para simular que no contaminaban, en lugar de emplear recursos en fabricar coches que no emitieran gases nocivos para el medio ambiente. El engaño ha funcionado durante años, hasta que ha sido desvelado y la buena fama de la empresa ha saltado por los aires, ensuciando la reputación de un país famoso por su eficiencia y seriedad. Nada han salido ganando los autores del sonado engaño. Sólo hacer daño y destruir de golpe el prestigio acumulado. Ya nunca miraremos la marca alemana con los mismos buenos ojos con que la mirábamos. Perdido el crédito que nos merecía, sólo queda el chasco y la conciencia de saber que en todas partes, también en Alemania, cuecen habas corruptas y hay avispados.
Y el Papa Francisco ha viajado a Cuba en una visita histórica y ha llamado la atención por su silencio ante la clamorosa falta de libertades que padece la isla bajo la dictadura de Castro.
Pero, en nuestro entorno más cercano, lo que tenemos es un curso que comienza, otro otoño que llega, con sus hojas caídas como ilusiones desprendidas del árbol de los sueños; los armarios en los que ya desentona la ropa de verano, la lluvia en forma de tormenta desatada, el frío que se va abriendo paso, los días que acortan a diario. Ésta es la realidad que enfrentamos cada mañana al levantarnos y salir a la vida, cada cual con sus preocupaciones encima, buscando, cual refugiados, asilo en las cosas que nos gustan y provocan entusiasmo. Apoyados en ellas, transitamos por los días, alegrando las horas con detalles cotidianos, reconociendo la felicidad cuando pasa, casi inadvertida, a nuestro lado, rozándonos; poniendo buena cara al tiempo, aunque sea malo. El otoño es una estación ideal para empezar de nuevo. Es ese momento de retomar tareas abandonadas en verano y volver a lo de diario, al inglés, al gimnasio…, a proyectos que quieren tomar cuerpo y dejar de ser postergados. Hay montones de cosas en las que emplear el tiempo. Todo antes que perderlo o dejarlo ir sin aprovecharlo. Hay que subirse al tren de cada día. Como los refugiados que buscan una vida nueva y mejor. Aunque, en el fondo, la nuestra sea la misma de siempre, la de todos los días, salpicada, a ser posible, de ilusiones que mantengan a flote las ganas de vivir y rompan la rutina. Para que en otoño menos horas de luz no sean nunca menos horas de vida plenamente vivida.