La verdad por delante

A quienes van con la verdad por delante.    

                                                         A mis padres, que me enseñaron a no mentir         ni siquiera en lo insignificante.

 

                                                                                                                      “Más vale ser vencido diciendo la verdad

que triunfar por la mentira”.

     Gandhi

En los últimos meses hemos asistido a una serie de escándalos relativos a másteres obtenidos – presuntamente – de modo falso y sin merecerlos, que han llenado los medios de comunicación y puesto en entredicho la seriedad de la Universidad pública española y la credibilidad de algunos políticos, de uno u otro partido. Asoma, tras de ellos, algo que parece latir en la naturaleza del ser humano, de muchos de ellos: la irreprimible tendencia a engañar.

Además, el engaño se ve favorecido hoy día por las redes sociales, que, a la velocidad del rayo, difunden noticias falsas, las llamadas “fake news”, jugando con los sentimientos de la gente cuando de campañas supuestamente solidarias se trata, de esas que andan pidiendo médula o sangre para un niño que se está muriendo, sin ser verdad. O se dedican a difamar a algún personaje público o a un particular, poniendo en su boca cosas que nunca dijo.

La mentira hace que aumente el descreimiento hacia quienes nos rodean. Un mundo que sobrevalora y prima la imagen tiende a descuidar la esencia de las cosas. Parece que no importa lo que se sea sino la apariencia que se dé. Y se hace cierto el dicho de que “casi nada es lo que parece”. La mentira aboca a desconfiar de casi todo/s. Quien engaña una vez puede hacerlo ciento. ¿Cómo, entonces, vamos a creerlo?

En la mentira hay siempre algo de cobardía y un mucho de impostura. Hay gente que disfruta mintiendo, abusando de la ingenuidad ajena, y que es capaz, por buscar excusas, de inventar las cosas más inverosímiles. Parece no importarle el daño que puede hacer si se revela su engaño y le da igual lo patético que resulta pillar a alguien en un embuste, y cómo, por más que lo intente, ya nunca más resultará creíble. Cuando la confianza en alguien se quiebra, es poco menos que imposible recomponerla. No pueden restañarse las heridas que causa quien engaña, que se gana a pulso, ya para siempre, nuestro recelo y desconfianza.

Cada vez resulta más difícil encontrar gente coherente, genuina, sin doblez, en la que esencia y apariencia coincidan, pendiente de ser más que de aparentar. Las apariencias suelen engañar y con frecuencia comprobamos que algunas personas solo tienen una fachada vistosa, detrás de la cual, más de una vez, solo hay superficialidad y, a fin de cuentas, nada. A menudo, se encumbra a personas de discutible valía, que se inventan méritos inexistentes, arrinconando a otras más valiosas pero menos arrimadas a círculos de poder o al frívolo y vanidoso mundo del postureo. Como en el cuento de Andersen, son muchos los que admiran el traje del emperador, aunque vaya desnudo.

No nos engañemos: la mentira resulta inaceptable y pueril. La verdad es sencilla y solo tiene un camino. La mentira, en cambio, obliga a inventársela y a tener muy buena memoria, dado que es paticorta y pronto se la alcanza. Es vil mentir. Si acaso, solo merecen indulto las mentiras piadosas, si es para evitar sufrimiento a quien padecería mucho en caso de saber la verdad. Pero no merecen indulgencia la hipocresía ni la cortesía excesiva que encubren lo que se siente. Es mejor ir por la vida con la verdad por delante y con una sola cara, que no cambie en función de las circunstancias.

La verdad nos hace libres, se lee en la Biblia. Y nos hace auténticos porque no nos obliga a fingir. Somos como somos. No más. Pedro Salinas, en un magnífico poema, diría: “no soy más que lo que soy”. Y ya es mucho. Porque cada persona es única e irrepetible. Es preferible optar por la verdad, aunque, como dijo Serrat, la verdad no tiene remedio. Además, difícilmente puede ocultársela mucho tiempo. Tarde o temprano resplandece y delata a los que quisieron taparla. Con ella por bandera se va a todas partes. Nos hace creíbles y complica menos la vida que las mentiras, que solo la enredan. Engañar a otros nos hace peores y engañarnos a nosotros mismos es imposible y absurdo. Así que, mejor vivir sin fingir, haciendo coincidir lo que vive y siente el corazón con lo que dice la boca y hacemos a diario. Que nada tiene sentido si no es de verdad. ¿Para qué vivir instalados en el engaño teniendo la verdad siempre a mano? Que mentir es ponerle sordina a lo que vivamos, empañar la realidad y quitarle todo su encanto. ¿Y qué, en el fondo, ganamos engañándonos? Seamos valientes. No finjamos. Solo conseguiremos defraudar a otros y, de paso, defraudarnos, y, al cabo, poco o nada habremos ganado, a no ser el bochorno al intentar mirar a otros de frente o al mirarnos. Mejor y más digno es ir de frente y sin mentiras. ¿O acaso lo dudamos? Jamás, aunque lo parezca, es rentable el engaño. Dichosos quienes lo han comprobado.

 

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