La valentía de los cobardes

“El valiente no es el que no tiene miedo, sino el que, teniéndolo, actúa” (Anónimo)
“Es preciso saber lo que se quiere; cuando se quiere, hay que tener el valor de decirlo, y cuando se dice, es menester tener el coraje de realizarlo” (G.B. Clemenceau).

Los cobardes no han tenido buena fama en la historia de nuestra cultura. Se ha valorado más el arrojo y la osadía, aunque en muchas ocasiones las consecuencias hayan sido nefastas, improductivas o peligrosas. La inacción del pusilánime es mal entendida porque se premian actividad, decisión y arresto. Estas características se han asociado a lo largo de los tiempos con el varón, no pocas veces ligadas a decisiones que han llevado a peleas, agresiones, conflictos graves y guerras. Para éstas últimas siempre ha habido una justificación temprana, habitualmente torticera y falsa, y otra a posteriori, alegre pero también falsa en caso de victoria, o triste, mentirosa, perniciosa y dañina en caso de que la contienda acabase en derrota.
En nuestra época, podríamos analizar algunos casos para decidir si atribuimos el adjetivo “cobarde” a las decisiones tomadas por algunas personas. Hacerlo con la totalidad de la persona sería probablemente un error.
La población que huye de Ucrania en la guerra invasiva actual es uno de esos ejemplos. Pensamos que mujeres y niños, ancianos y vulnerables por enfermedad u otras causas deben abandonar lugares abatidos por las bombas y las muertes. Pero, ¿hacemos lo mismos con los hombres, con los varones? Posiblemente, nuestros prejuicios y estereotipos, incluso de género, nos lleven a tomar la decisión de que si alguien escapa al alistamiento se convierte en un medroso, apocado, acoquinado o algo más despectivo aún. Ese ser amilanado tal vez esté soportando en su interior una lucha también fratricida entre lo que le gustaría hacer por imposición y las causas que lo paralizan y lo llevan a actuar de otra manera. El miedo no se escoge. Las circunstancias personales tampoco. El miedo es una emoción primaria, molesta e incómoda, en ocasiones irritante, que tenemos de forma involuntaria cuando notamos un peligro de verdad o creemos que existe. Todos los animales lo tienen, y por tanto también nosotros, como mamíferos. Posee una parte buena y adaptativa, porque evolutivamente nos ha hecho responder de forma rápida a la amenaza y al ataque, aunque esa respuesta sea quedarnos inmóviles o huir. Huir no siempre es de cobardes, en contra de lo que dice el refrán, porque sirve para seguir con vida, que es mucho más importante.
Un niño o una niña pueden sufrir una provocación en el patio de un colegio, lo que ocurre la mayoría de las veces por un grupo de iguales. Si responde, habitualmente, saldrá “trasquilado”, y si no lo hace, se le catalogará con el calificativo de miedica, gallina o cagueta. Asumir esa humillación podría interpretarse como un acto de temor o cobardía. Pero, recordando la fábula de un maestro budista, que desechó una pelea sin inmutarse, podría también pensarse que las palabras de provocación y el insulto se quedaron en aquellos que las pronunciaron, si la persona insultada no las hace suyas, lo que hace que sea una decisión de audacia, resolución e incluso de atrevimiento. Y, sobre todo, más inteligente.
En un viaje en patera, una mujer subsahariana con dos hijos, uno lactante colgado a su pecho, ignora los agravios verbales de un patrón machista durante la travesía, en la que busca y espera alcanzar mejores condiciones de vida para ella y para los suyos. Podría plantar cara, pero sabe que no le serviría de nada en ese momento y lugar, contra unas costumbres rancias y unas circunstancias en las que hasta pisar la tierra firme, piensa que más vale mostrar agradecimiento, e incluso la sumisión. En este caso, pocos pensaríamos que esa señora es cobarde. Se encuentra en condiciones inferiores de fuerza y además vela por la salud de sus pequeños. En esas pateras nadie le lleva la contraria al patrón. No le ha faltado bravura ni determinación en la decisión de tomar el barco, y ahora se muestra débil y temerosa, con la mirada clavada en un horizonte y con la esperanza de que éste se abombe mostrando la silueta marrón de la arena deseada. Acepta una afrenta en el presente porque sabe que el futuro cercano es mucho mejor. Muestra su inteligencia práctica, una vez más. ¿Qué pensaríais en esas mismas circunstancias si el patrón la golpea en el rostro?
En contra de las suposiciones habituales que nos llevan de forma automática a juzgar desde una óptica maniquea y superficial las situaciones vividas por otros, si nos paramos a deliberar y evaluar más detenidamente esos casos, llegamos acertadamente a la conclusión de que las decisiones no se toman de forma tan simple, estableciéndose muchas veces dilemas y elecciones disonantes con la forma de ser de cada uno, pero sopesándolos para alcanzar lo mejor a largo plazo, aunque solo sea, para seguir luchando en los momentos que nos ha tocado vivir.
Para seguir viviendo, porque vivir es lo más bonito que tenemos, y es lo más bonito que nos queda.

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