Forasteros

A tres buenas personas, que en paz descansan ya:
A Jose (Josefita), que no vendrá más de Madrid a su Rute en fiestas.
A Miguel Guzmán, que, después de llevarnos tanto, de aquí para allá, este verano cogió la carretera que lleva al cielo.
Y a Juan, el de la tienda de la calle Granada.
La memoria, entrañable, los guarda ya y preserva del olvido.

Justa Gómez Navajas

Para las fiestas, volvían, vuelven, los llamados “forasteros”, pese a ser de aquí. Llegaban, y siguen llegando, de fuera, de Madrid, Barcelona o de más cerca. Se les distingue fácilmente porque no son las caras que se ven habitualmente en el pueblo y porque traen otro acento, que ya no es el de Rute. Regresan buscando las cosas en el mismo sitio en que las dejaron. Muchas van cambiando, inevitablemente, pero aún Rute les resulta reconocible.

 Nadie como ellos conoce la amargura de dejar atrás lo querido, directamente proporcional a la ilusión de volver a su pueblo cada cierto tiempo. Saben lo difícil que es curar la nostalgia de los días vividos en Rute y de los muchos que no pasarán en su pueblo, y lo que duele cerrar la maleta y verlo por el retrovisor alejarse, tan blanco…

Quieren volver al Rute que quisieron, no a otro usurpado por indeseables amigos de lo ajeno, que roban y se llevan de paso la tranquilidad del pueblo. Aquí sobra la chusma, los rateros que viven del cuento y siembran temor y obligan, como nunca, a cerrar puertas y ventanas a cal y canto, por miedo.

Vuelven queriendo comer esas anchoas que en ningún sitio saben como en Rute y queriendo escuchar la aurora de nuevo y cantar aquello del pelo de la Virgen que se tiende y llega al cielo… Y quieren ir al parque, subir al Fresno, rememorar los paseos de entonces, el rincón del primer beso… Rute en sus calles conserva sus recuerdos, uno a uno, como si se tratara de un museo más del pueblo, aunque cada día se parezca menos al que llevan en su mente impreso.

Vienen y encuentran a la Virgen de la Cabeza en el Llano y a la Virgen del Carmen en la calle el 15 de agosto, acaparando fotos y ojos fijos en su mirada serena y en su incontestable belleza; llenando el aire, como siempre, de olor a nardos, y descargando a su paso, figuradamente, en la memoria, la aplicación de mil emociones ligadas al Día del Carmen: que si la diana, los cabezudos, los cohetes, la ropa que se estrena… La vida mostrando su lado más dulce y orillando las penas.

Rute estaba y está para muchos a la vuelta de meses o años de espera. Y “los forasteros” vuelven, siguen volviendo, armados de valor, porque volver es exponerse al desengaño de ver que quizás Rute no es el que era y comprobar que personas conocidas de toda la vida son ahora rostros borrosos en el recuerdo y nombres en una lápida del cementerio. Volver a los lugares en que se amó la vida, como cantara Chavela Vargas o Mercedes Sosa, requiere siempre una dosis notable de valentía. Algunos vuelven y ya no tienen casa aquí o la que tienen está cada vez más deshabitada de recuerdos que sucumbieron al paso del tiempo y a sucesivas limpiezas, que arramblaron, sin piedad, con trozos de vida guardados en cajones y armarios, hasta hacerla parecer una casa ajena.

Pero, aún así, aun sabiendo que volver es a veces echar alcohol en la herida del ayer perdido, se vuelve. A la espera, tal vez, de que Rute, si nos dejan los que estorban, siga siendo un sitio donde descansar y disfrutar unos días de vacaciones. Se vuelve buscando cobijo en lo conocido, y, en lo querido, árnica para desconsuelos, y mirando a ver qué casas o qué bares han resistido el envite del tiempo. Se vuelve – se volvía – buscando la calma ausente en las capitales, la que no deberíamos dejar que nos robase con total impunidad una minoría de malhechores sin escrúpulos, incapacitados para vivir en sociedad civilizadamente, parásitos de la gente honrada que vive de su trabajo y paga sus impuestos. Rute, despojado de esporádicos delincuentes sueltos, que campan a sus anchas, debe seguir siendo un pueblo fiel a sus costumbres y abierto al que llega para integrarse. Ese lugar al que se viene y se vuelve sin necesidad de que “Google Maps” indique el camino: siguiendo, solamente, la ruta que marca el corazón, que lleva a Rute siempre que se quiere sentir la vida, incontenible, latiéndonos con fuerza por dentro, impulsándonos a disfrutar las fiestas otro año. Para sentir que sentimos.  Para notar que estamos vivos. Alentando esperanzas, cosiendo heridas. Y siempre, siempre, queriendo a Rute sin medida.

 

 

Deja un comentario