A la memoria de Paco Rabasco,
y a todos los que se dedicaron
o dedican a la noble tarea de enseñar.
“Una inversión en conocimiento
paga el mejor interés”.
Benjamin Franklin
Se va acercando el verano y, con él, el final de curso y las merecidas vacaciones, también para los profesores, siempre objeto de envidia por este motivo. Muchos, que abiertamente la manifiestan, quizás ignoren las infinitas horas de trabajo invisibles que los docentes acumulan a sus espaldas, en fin de semana y por las tardes, que no figuran en ningún sitio y que nadie remunera. Y, encima, con frecuencia, son objeto de comentarios desaprensivos en grupos de “Whatsapp”, o de exigencias o reclamaciones a menudo infundadas… Si tan envidiable resulta dedicarse a la docencia, cualquiera – siempre que se prepare, sirva para ello y tenga vocación – podría, en principio, dedicarse a la noble y honrosa profesión de enseñar.
Se supone que quien se matricula en la Universidad es porque tiene interés y voluntad de aprender, pero no siempre es así y hay quienes realizan solo el mínimo esfuerzo. Desalienta mucho ver alumnos que se limitan a descargar apuntes de una plataforma virtual – sorprendentemente en funcionamiento – adonde se comparte material docente (¿acaso con autorización de sus autores?). Los buenos alumnos reconfortan tanto como desanima toparse con la apatía de otros o con el bajo nivel de expresión que muestran algunos al redactar. ¿Cómo es posible que se llegue a la Universidad con faltas de ortografía?
El actual sistema de estudios universitarios (con asignaturas cuatrimestrales, defensas de trabajos fin de grado y exámenes que se prolongan hasta bien avanzado el mes de julio, con un curso que empieza cada vez antes y deja poco tiempo para actualizar temarios o hacer estancias de investigación en otras universidades, salvo que se tenga poca “carga docente”) no estimula para trabajar a gusto. Y no hay visos de que vaya a cambiar. Las asignaturas duran poco. En cuatro meses, apenas se puede hacer una aproximación a los temas que deben tratarse y eso va en detrimento de la formación universitaria. Y, en edades más tempranas, desde luego no se trata de atiborrar con deberes a los alumnos, pero conviene que dediquen un tiempo a fijar lo aprendido en clase. No hay nada como aprender divirtiéndose, pero el aprendizaje tiene una insoslayable dosis de esfuerzo personal e intransferible, que se afronta a solas, aunque en clase se hagan actividades en grupo. Y, finalmente, por lo que se refiere a la formación profesional, tan denostada durante muchos años, hay que reivindicarla y fomentarla como vía para labrarse un futuro y encontrar un trabajo, a menudo antes que los graduados universitarios.
El verano pasará como un soplo y volverán los profesores y los alumnos a las aulas y habrá que hacer acopio de motivación para seguir en la tarea. No es infrecuente que, con el tiempo, se vaya perdiendo la ilusión cuando, más que con el deseo de aprender y formarse, los profesores se topan con la intención de aprobar pronto y como sea. Tenemos el deber de motivar a los alumnos, pero, como en toda relación, es necesario que colaboren las dos partes y que no todo el peso de la responsabilidad recaiga sobre una de ellas. No es justo que, si el alumno destaca, sea solo mérito suyo y, si fracasa, sea culpa del profesor. Hay que fomentar también el respeto a los profesores, cuya pérdida de autoridad es notoria, y dar a su trabajo la importancia que tiene porque son esenciales en la marcha de un país y, más de una vez, auténticos “influencers” sin pretenderlo, por la huella que dejan, si son buenos. Porque las enseñanzas del buen docente y su ejemplo permanecen inalterables en el tiempo, como guías que marcaron el paso, como referentes que indicaron el camino y dejaron para siempre en él su ejemplo impreso.
La educación en nuestro país y, probablemente, en otros, está necesitada de una reforma, pese a que han sido muchas las que ya ha sufrido. Es un bastión, un pilar fundamental en el desarrollo de cualquier sociedad. Por eso, requiere que se invierta en ella y que se diseñe un sistema educativo que funcione, operativo, que conduzca a la obtención de buenos resultados y forme profesionales cualificados. Los déficits en la educación no pueden maquillarse. Hay que mantener lo que marcha bien y reformar todo aquello que no esté funcionando. La inversión que se hace en formación nunca defrauda. Si no se aborda en serio la mejora del sistema educativo, puede perderse el tren del progreso. A tiempo estamos siempre de subirnos a ese tren o de no bajarnos de él. Pero, sin una educación de calidad, descarrilaremos. En manos de quienes gestionan la educación y se dedican a ella y en las de quienes aprenden está que no lleguemos a hacerlo.