Fandango de nunca marcharse

El otro día, por casualidad, me encontré con don José. Ambos estábamos más o menos bien, pero en una sala de espera. Nada importante, repito. Pero al llegar, me sorprendió verlo allí y no dudé dos minutos en acercarme al que había sido mi profesor de Matemáticas en el colegio. Evidentemente, en tan repentino asalto tras mucho tiempo sin vernos, apenas me reconoció con la mascarilla. Luego de ponernos al día, de preguntarnos por la salud —nunca ha sido tan importante como ahora hacerlo—, me hizo emocionarme con dos cuestiones. No solo se acordaba de mí, me habló en plural para evidenciar que también recordaba a mis compañeros y compañeras de sexto, y me contó que aquel año mismo en que nosotros nos marchábamos, se había jubilado. La segunda cuestión es que me seguía, según me dijo, por los temas culturales que yo había ido realizando en estos años y, por supuesto, por estos recién aparecidos artículos en El Canuto. Me emocionó, lo admito. Porque me había encontrado con un ser humano bueno, de aquellos maestros que siempre iban como un pincel a clase, que siempre nos había tratado con severo respeto, con indulgente cariño. Durante unos minutos departimos sobre mi salto de alumno a profesor y noté que su tono cambiaba, que se volcaba hacia el consejo sincero. Cuando nos despedimos con un afecto que ahora llegaba a de compañero a compañero, me dijo: <>.

Me marché a casa pensando en eso mismo. Después del curso tan duro que parece de nunca acabar, de no haber podido disfrutar de mi alumnado ni de mis clases como solía, de no haber podido desarrollar de igual manera la labor docente, ¿qué me quedaba? Además, pensé en todos esos compañeros y compañeras que, jubilación bajo el brazo, han terminado su vida laboral en, quizá, el peor año de su carrera. Algunas de estas personas han estado en el IES Nuevo Scala durante más de 20 años. Han desempeñado proyectos educativos de importancia y calado en nuestra localidad, y han formado parte de los equipos directivos, de grupos de trabajo, de teatro, de lectura, de viajes y, a la fin, de la vida de su alumnado. Por supuesto, me quedo corto. Trabajar en el único instituto de una localidad tiene una carga pedagógica considerable y además conlleva una responsabilidad que puede parecer simplemente un ejercicio de tranquila ejecución, pero nada mas lejos de lo real. Es el profesorado de un centro quien aporta la diversidad en las metodologías y hace que permeen ideas de la sociedad en su conjunto. Es el profesorado, aquel que viene y va entre interinidades, pero sobre todo aquel que permanece, quien más conoce a su alumnado, sus problemas, sus familias, sus ideas, sus anhelos y sus inquietudes. Cuántos de los que me leen lo han sentido en su propio camino. Aunque no querrán, hoy los nombro para hacerlos nuestros como lo han sido durante años: Araceli, José Bernardo, Juan, Olivi, Antonio y, de nuevo pero sin igual, Araceli. Estas personas han dedicado su vida a hacer crecer este instituto desde las aulas hasta los despachos. Han contribuido a educar a generaciones a las que luego les han seguido a sus hijos e hijas incluso en otro nuevo edificio para el que hasta había que elegir el nombre. Son la memoria viva de este sitio, buena fuente de consejos y un inagotable espejo en el que poder mirarnos aquellos que recién llegamos.

Todos ellos han asumido que este año se acababa entre mascarillas y labores cada vez más digitales, con una burocracia que a medida que el curso avanza se convierte en un impedimento para la verdadera dedicación. Me llena de incertidumbre pensar en los cursos que nos quedan, en cómo avanzaremos, en si sabremos adaptarnos aquellos que vamos asumiendo nuestro propio papel. Porque en esta profesión, imagino que como en tantas otras, uno trata de convertirse en un camaleón que no puede ni nunca debe desaparecer, sino que cambia para ser igual que cada promoción, que se adapta para entender el mundo y hacerlo de otros. Y de eso va el asunto, uno no desaparece porque se jubile o porque termine su etapa aquí. Uno es maestro o profesor porque lo es o porque lo ha sido, porque ha emocionado en algún momento.

Tampoco creo que nadie se vaya nunca del todo. Ni aquellos que vinieron para dos semanas, ni aquellos que llevamos ya algunos años de absoluta y verdadera comodidad en el Nuevo Scala. Aunque a veces soplen vientos de cambio, nadie se va del todo. Porque un instituto es un centro cultural y social por donde hemos pasado para acompañar a nuestro alumnado. Y con ellos ya estamos, ojalá que para bien, con los que avanzaron en su vida educativa y también con aquellos que decidieron otros rumbos, nunca mejores ni peores. Por eso yo, que también me marcho este año —nunca demasiado lejos— , sé que no me voy del todo. Y me voy, sé que mis compañeros lo entienden, como uno se marcha de los sitios donde ha conocido la felicidad: volviendo la vista agradecido y satisfecho, sabiendo que por si acaso siempre queda hueco para uno más. Aunque nadie se macha nunca, nadie permanece para siempre. Por eso, contento, me marcho entonando aquel fandango de Huelva que cantaba Paco Isidro: <>

Deja un comentario