Será coincidencia probablemente, pero la primavera ha devenido este año con más astenia que otros, o he tenido la sensación de que se acumulaban quejas en personas cercanas, más frecuentes que otras veces, lo que puede ser porque yo también estoy cansado y presto más atención a la lasitud o al desaliento, o puede que no, y que, en realidad, por alguna causa advenediza, este cambio de estación lo hayamos percibido de manera más intensa y con más síntomas. Tras tres años del comienzo de la pandemia, nos hemos dado cuenta de que somos más frágiles, y esa debilidad ha provocado que algunos hayan optado por estirar su mundo hedonista o desopilante, otros se hayan refugiado en sí mismos víctimas de su miedo o su misantropía y la mayoría hayan seguido su día a día con más presión de la que su cuerpo puede soportar sin secuelas. Siempre hay consecuencias en nuestros actos, y las decisiones o inercias que nos llevan a someternos al estrés indebido nos enseñarán después signos (que son avisos o señales de alerta), enfermedades o complicaciones. Me cuentan compañeros que sienten sobrecarga laboral en distintos ámbitos, que no duermen bien, que no descansan lo suficiente, que no se recuperan y que no consiguen disfrutar de su tiempo libre. Desde el origen de los tiempos hay personajes protervos y egoístas que minimizan la preocupación por la salud de los demás, acibarando a sus trabajadores y anteponiendo el interés propio, habitualmente económico, pero otras veces somos nosotros mismos los que no paramos, creyendo desde nuestra nesciencia, en una fuerza interior infinita que no tenemos, imbuidos en la vorágine de la prisa, el gregarismo, la sumisión o la falta de libertad, autonomía o coraje.
Se oye que hay menor cosecha de aceitunas porque no llueve, que los precios de los alimentos suben porque sube la luz y también porque no llueve, que no hay mano de obra para los restaurantes y los hoteles, que sufre el campo llorando lágrimas secas, que los pisos suben y no hay para alquilar, que sigue la guerra, que van a hacer maniobras con material nuclear, que hay elecciones y muchos políticos no dejan de enviscarse entre sí, que no se ahorra, que no se llega a fin de mes…
¡Basta!
Basta ya. Ya está bien de pararnos en el lamento. Ya está bien de perpetuar el llanto. Ya está bien de entrar en el círculo vicioso de la queja. No sirve quedarse perplejo ante los problemas sin intentar pensar en darle un intento de solución, no sólo porque se enquistarán, sino porque nuestra capacidad de aguante se resiente y acaba por claudicar. Ante una amenaza, una provocación o un desafío, también podemos adoptar una actitud constructiva. Una opción acertada y ganadora será detenernos y valorar qué nos pasa, cómo ha comenzado, cuándo empezó, y por qué ha sucedido. Si intentamos cavar en las causas nos ahorraremos enterrar las consecuencias. Ante las cosas que no podemos cambiar, una actitud expectante, aunque no indiferente, neutra, nos lleva a aceptarlas mejor. Ante las que sí podemos elegir, tendremos que sopesar sus pros y contras, comparar con posibles alternativas, valorar adelantar las consecuencias de decidirnos por una de ellas y tomar al fin una decisión.
Veo mucha gente salir a pasear por la tarde, a caminar y a tomar el sol, lo cual es muy saludable. Me encuentro todos los días muchas personas conversando con paciencia en medio de la calle, en bancos del parque o incluso en tiendas. Observo niños jugando al sol aún, algunos disfrutando al ensuciarse los pantalones en la hierba. Se escuchan todavía pájaros en el campo, se ven otros en algunos parajes, se siente el calor en la piel con los rayos vespertinos, hay miradas que sonríen y caras que saludan. Hay conciertos de calidad, exposiciones, teatro, asociaciones, fiestas, biblioteca pública y otras actividades gratuitas, que se pueden disfrutar en nuestro pueblo.
Los que no tengan fuerza para salir, o bien se sientan acongojados, pusilánimes, agotados o mermados, deben decirlo si pueden para que podamos ayudarlos. Si no lo hacen, o no pueden, somos los demás los que debemos detectar su hartazgo, desilusión, enfermedad o cansancio, con el objetivo de ofrecer ayuda y aliento, o tender una mano. Ayudar es una de las actividades que da mayor felicidad.
En pro de la salud, creo que no debemos obstinarnos en ser los mejores ni en aspirar siempre a lo máximo, aunque no quiero decir que no debamos esforzarnos en conseguir nuestras metas y luchar por lo que queremos. Nos provocará menos estrés y nos llevará a menos decepciones.
Yo, que he perdido ya casi la sensación de ridículo, me considero un poco nefelibato, acepto mis defectos y no aspiro a grandezas porque no compito, a veces me sorprendo, tal vez fruto del cansancio, como ocurrió hace algunos días mirando los cirros del cielo, al oír exclamar a dos paisanos que discurrían entre Inopia y Babia: “¿Tú ves? ¡Ese de abajo sí que tiene los pies en el suelo!”