Escribo hoy el primer artículo en mi nuevo despacho, donde, ahora sí, puedo ver los cielos nubosos que nos trae marzo. Los miro recién vaciadas las cajas de una nueva mudanza, con los libros a medio colocar, pero en su sitio ya el cuadro de La Barraca, la reproducción de Los fusilamientos del 3 de mayo de Goya, el cartel de La casa de Bernarda Alba en el CDN… sí, de nuevo mudanza. Aunque juré en otro artículo de hace seis meses que no volvería yo a cargar con libros. Pues donde dije digo, digo Diego. Nada es constante sino el cambio, que diría Heráclito. Y eso es precisamente, para mí, lo que parece que trae consigo marzo, sus primeras marzadas: aire viciado, vientos de cambio, granizada política. Pero, ¿dónde guarecernos de tal chaparrón?
Poner la televisión se ha convertido en un constante partido deportivo —que se lo digan a Zelenski—. Muchas veces he hablado ya de la futbolización de la política, de las camisetas de colores que parece que uno debe defender hasta el agotamiento en cualquier comida familiar. Del pensamiento crítico, del diálogo, de la conversación y los puntos en común ya ni hablamos. Por eso, encuentro un gran asidero en el arte, porque es comunión y conversación. En el salón de casa hemos colgado un cuadro de la pintora granadina María Rosa Aránega donde aparece una pareja de viejecitos, aquellos abuelos de antes: ella con el moño bajo y él con su boina calada apoyado en su gancha —qué gusto me da escribir gancha y que se me entienda—. Ambos van de negro y están muy juntitos bajo letras a carboncillo: No te metas en política. Me gusta el cuadro porque toda la obra de Aránega me apasiona. Para mí, este en concreto es un símbolo de la ternura y el cuidado, pero también un terrible lema de una época dominada por el silencio. ¿Cómo puede un artista ignorar el tiempo que le ha tocado vivir? ¿Quién se pone ahora a bendecir con palabras dulces una vez más la rosa del presente? Qué primaveras ni qué niño muerto.
Que se lo digan a otro de mis remansos de este mes, Rafael Jiménez, que ha entrado de lleno en el tema en su última exposición, pero su política es la del sacrificio y la familia en la pintura. Su última colección de cuadros impresionantemente bella, titulada Lo único constante es el cambio, puede verse en la Fundación Antonio Gala hasta el 29 de marzo. Allí la Historia del arte, representada entre otros por su interpretación de Goya y de Gisbert, dialogan con la propia familia del pintor, en recreaciones de fotografías y vídeos caseros, ejerciendo un influjo hipnótico. La mesa camilla, bajo cuyo cristal se acumulan los retratos también intervenidos, nos da una muestra fascinante de lo que es la memoria, de cómo la guardamos, de cómo la defendemos, de los referentes a los que nos asimos para construirla. La peculiaridad es que Rafael Jiménez pinta con plastilina usando sus propios dedos y dejando, por tanto, la impronta de su movimiento, su identidad dactilar en cada obra que ofrece. La conversación que ofrece además el pintor es deliciosa.
En tiempos de ruido, de otros vientos, el arte no solo puede, sino que debe ser un refugio abierto a todos, no solo a unos pocos privilegiados. Es un grito que nos saca del eslogan y nos obliga a mirar donde no siempre nos han enseñado. Pero también hay otros espacios para la resistencia: un club de lectura, por ejemplo. Leer en comunidad siempre es mejor que leer en solitario; quien lo probó, lo sabe. Compartir una lectura es descubrir que la interpretación de un libro—sea novela, ensayo o poesía—nunca es única. Es una forma de encontrarnos con el arte, pero también con los demás. En tiempos de aislamiento y trincheras, pocas cosas son más valiosas que crear comunidad. Desde hace años, en el IES Nuevo Scala abogamos porque la lectura no solo sea una obligación de la clase de Lengua, sino que se convierta en una experiencia que se comparta entre alumnado, profesorado y familias en reuniones periódicas hechas en la Biblioteca del centro. Unas veces descubrimos (como con La mala costumbre), otras releemos (como con La sombra del viento) y muchas veces las dos cosas. Este es también un espacio seguro, abierto, un laboratorio donde abolir fronteras e imaginar todos los mundos que también están en este, por mucho que los señores naranjas de espumoso flequillo quieran arrebatárnoslos.
Así que, en este marzo de incertidumbre y marzadas, con sus cielos cambiantes y su política de patio de colegio, sigamos buscando dónde asirnos. El arte, la lectura, la comunidad—todo aquello que nos recuerda que, más allá del ruido, seguimos teniendo la capacidad de dialogar, de imaginar, de construir. No es un consuelo menor, ni una evasión ingenua, sino una forma de resistencia. Que cada quien encuentre su refugio, su club de lectura, su lienzo o su página en blanco. Y que, mientras el mundo se empeñe en dividirnos en bandos, sigamos eligiendo espacios donde encontrarnos.
¡DESTACAMOS!
















