Distintas formas de perder el tiempo

Pónganse en situación: 13:45, última hora, un curso de pocos alumnos, de motivación media-alta, agradecidos en el trato, pero con pocas ganas de que terminemos la mañana analizando complementos directos. Ya la entrada al pasillo presagia la escena. Es, por decirlo de alguna manera, como el paseo de aquel Clint Eastwood de Por un puñado de dólares, con las pistolas bajo el poncho. Desde las otras clases a uno lo miran como desde las viejas cantinas del oeste. Ya saben que todos, alumnado y profesores, adoramos las últimas horas de la mañana por lo provechosas que suelen ser. Escuchamos, pero no juzgamos.
La cuestión es que siempre intentan sacar algún tema nada más llegar —es su manera de disparar al sheriff—: «¿Has visto que ha ganado Donal Trump?», «Maestro, ¿los libros de lectura para cuándo eran?», «¿Hoy no tocaba documental sobre Fernando VII?». Todos los días las preguntas suelen parecerse, aunque entre las muchas que nos harían perder la hora se cuelan a veces las que hacen con curiosidad sobre un mundo que los adultos no nos paramos a explicarles bien porque damos las cosas por dichas, porque, precisamente, nos parece que ya conocen el que debería ser su mundo. Y aquel día, todo comenzó por las redes sociales. El vídeo de unas alumnas se había hecho viral, pero a todos les sorprendía que tuviese miles de visualizaciones en la red social TikTok. Como yo no he visto el vídeo, tampoco voy a describirlo, pero esto quedó en una anécdota primera. Les pregunté cuánto tiempo dedicaban a esa red social y reconozco que sus respuestas me sorprendieron. La mayoría de esos alumnos reconocían usarla durante al menos una o dos horas al día, que se quedaban en blanco durante ese tiempo viendo vídeos a veces graciosos, a veces estúpidos, y otras, las menos, hasta educativos. ¡Dos horas! ¿Sabéis que, dedicando dos horas al día a cualquier actividad, la que elijáis, podríais ser expertos en lo que más os gusta?
Le expliqué que cuando un producto como TikTok es gratuito, el producto, en realidad, resulta ser uno mismo. Que nadie les está regalando nada, sino que su tiempo, el mejor de sus vidas, es el regalo. Que mientras nosotros publicamos las fotos de lo que comemos, los vídeos de lo que ya no vivimos porque solo nos dedicamos a grabar, otros están amasando fortunas. Hablamos de lo que gente como el dueño de Tesla y el dueño de Meta están haciendo ahora por la victoria de un megalómano como Trump, quien está enfocando su victoria más como una guerra personal contra el mundo que como una presidencia legítima de un país que presume de ser el paladín de la democracia.
Muchas veces, una clase de Lengua y Literatura es —o debería serlo— un laboratorio de ideas, de reflexiones y preguntas. No es que todas las clases deban pararse para hablar de temas ajenos a los contenidos de la materia, pero sí debe ser lógico atender a cuestiones del día a día que provoquen debates que puedan tenernos a favor o en contra, sobre todo cuando, además, uno los tiene nueve horas a la semana por cuestiones que no vienen al caso. Por ello llegamos a un intenso debate sobre si las grandes compañías de redes sociales debían tener límites, controles que permitan a sus usuarios tener un cierto grado de seguridad. Las opiniones parecían diversas, pero todas convergían en que todo tiene un límite, que la libertad de expresión no debería amparar los insultos por razones de origen, sexo, cultura, orientación sexual, etc. Más, sobre todo, cuando ser libres, aportaron, es también sentirse en civilización, no en una selva que también puede ser digital.
La cosa quedó ahí, pero yo me traje el tema a casa. Ellos me reconocieron al día siguiente que les había pasado igual. Que, como les había recomendado, habían mirado el tiempo de uso de la aplicación china y reconocían haberse sorprendido. ¿Cómo podemos dedicar tanto tiempo a una cosa tan tonta? Quizá alguno lea estas líneas y tome el artículo como respuesta a aquella pregunta que no llegué a responder. Pero la verdad es que no es tan tonta. TikTok está creado para provocar un estadio de gratificación inmediata sin que la tarea requiera esfuerzo alguno por nuestra parte. Solo un gesto de pulgar para disipar lo que no nos gusta. Cómo no vamos a intentarlo también con nuestra propia vida o cuando en una película las cosas no están estallando. Esta adicción a la dopamina rápida está haciendo incluso que perdamos la capacidad de ver una película o una serie completa sin sentir la necesidad de sacar nuestro móvil del bolsillo para escrolear unos cuantos reels. Si no es su caso, enhorabuena, pero le invito a ir a un cine y a fijarse bien.
Hay estudios que relacionan la aplicación con pérdidas de memoria y con un pensamiento del todo superficial. Es cierto que no es todo malo, que la red se mueve gente con magníficas intenciones que transmite y comparte conocimiento de todo tipo, pero también es verdad que tan rápido como aprendemos esas cosas nuevas, se nos olvidan. E incluso podemos hablar de trastornos del sueño en un cerebro hiperactivo incapaz de relajarse y descansar. En niños pequeños, el uso continuado de pantallas —sobre todo como principal vía de entretenimiento y control—comienza a relacionarse también con déficit de la atención. En fin, la gama es amplia. Pero a esto, además, añadimos que no sabemos a dónde van con ella nuestros datos. Saben si estamos contentos, lo que nos hace propensos a gastar más cómodos; si estamos tristes, lo que nos hace más susceptibles de consumir depende qué productos; a qué partido votamos o a qué tendencia solemos hacer más caso. ¿Creen que cederles eso nos va a salir gratis? ¿Qué podría hacer un nuevo fascismo con todos esos datos, apoyados en las grandes tecnológicas sino aprender a manipularnos? ¿Podrían programarnos para obedecer?
Si la vieja Europa no toma las riendas para exigir transparencia, si no protege la privacidad, si no establece una normativa clara para evitar que nuestros datos sean la mejor transacción del siglo XXI, poco nos quedará a los ciudadanos de a pie más que las viejas recetas: leer, viajar, entender, comprender, empatizar…, y, desde luego, deducir de todo esto que necesitamos una educación digital que, por ahora, solo estamos aprendiendo por intuición como una forma más de perder el tiempo.

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