Diría verano, pero sonaría hueco

Hay cosas que me cuesta entender por más que alguien pueda explicármelas. Me cuesta, pero llego a concebir que en la cabeza de otro alguien quepa la horrible idea de la guerra. Esto no quiere decir que yo la comprenda, ni mucho menos. Pero entiendo que, dentro de algunos seres humanos, los complejos unidos a la maldad y la ideología crean ese tipo de monstruos con la capacidad de mostrarse más grandes de lo que son. Esto se une a la necesidad de referentes en un momento histórico en el que la paz a nivel mundial parece desmoronarse; en una situación de desigualdad que los políticos expresan como traída por el hado y que se repite en muchos países; y finalmente, en un periodo de vulgares nacionalismos expresados a través de la posesión, la destrucción y una peculiar forma de entender la libertad ajena.
Lo he dicho muchas veces. Lo he escrito aquí en otras ocasiones: el odio se aprende. El odio se enseña. El odio se cuela por esos resquicios adonde la política ya no llega y comienza embarrando los charcos de los lugares comunes. Escucho que son todos iguales, que a todos se los come la corrupción, esa gangrena de la democracia. Escucho que qué vamos a hacer nosotros, que a quién toca defender si el partido al que votas escuda, por vaya usted a saber qué lucrativo motivo, a tal o cual bando. Por supuesto, hasta en la guerra nuestros políticos encontrarán motivos para encontrar a su contrario. Qué asco de odio, de sus pequeños enredos y nudos creados solo para aparecer durante un momento en los titulares de los telediarios dando un puñetazo verbal a un contrincante. Pero recuerden: no es más que teatro.
Y así, el odio bien prendido desciende de las alturas más altas como un maná que inunda todos los acuíferos. Sabe amargo, pero una vez dentro permite que puedan verse las imágenes de catástrofe: personas enfervorecidas agitando banderas y pisoteando el cargamento completo de un camión de ayuda humanitaria, solo para que quien había sido siempre su vecino, aquel con el que compartía tierra y agua, ahora no merezca ni las migajas. Y con estas palabras nadie justifica el terrorismo, muestra absoluta de la barbarie, sino la cordura y la paz, el diálogo y el entendimiento a través de la palabra. Que nadie nunca nos diga que se agotó la vía de las palabras, porque estaría faltando a la razón misma, a la inteligencia. Otra cosa será mirar detrás del telón y ver que allí “hasta era truco el mago”, como diría nuestra Ángeles Mora.
Siento que podría haber elegido otro tema, la llegada del verano, el fin de curso, la tan agradecida climatización de las aulas, pero suena tanto eco cuando no fijamos la mirada en la zona de interés… Confieso que no tengo habilidad para articular otras palabras que no sean estas. Y les prometo que soy incapaz de hacer que la poesía suene a poesía en un momento como este. Si no hubiera leído a Homero, a Izet Sarajlic, a Miguel Hernández, a Hemingway, a Szymborska, a Francisca Aguirre no estaría aquí proclamando el poder de la palabra. Pero los he asumido. Y he hecho mías sus guerras. Las llevo dentro. Palpitan en versos que nunca se olvidan, como no debería olvidarse el horror. No alentemos la venganza. No asumamos que toda pequeña acción está perdida. Quiero ser ingenuo y haber escrito un aún más ingenuo artículo. Quiero estar del lado de los que no prestan su ritmo a su sonido, como diría la poeta Suheir Hammad. “Su tambor de guerra no sonará más alto que mi aliento”.

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