Voy de polizón en una de estas nuevas naves para paseos espaciales comerciales. Resulta raro que no me hayan visto, teniendo en cuenta las pequeñas dimensiones del aparato, pero creo que han estado algo distraídos por la emoción suscitada de poder ser los primeros que hacen algo así. Les ha costado mucho dinero, pero tienen más, y la notoriedad mediática alcanzada les proporciona arrobas de satisfacción que engordan su pequeña soberbia, nada escondida.
Respiraciones entrecortadas por el estrés inicial se transformaron en una activación notoria secundaria a la curiosidad, y posteriormente en comentarios e incluso gritos de júbilo cuando el sonido sordo de los motores de propulsión se contuvo, pasando a ser un viaje tranquilo, rodeado de oscuridad, pero aliñado de sensaciones muy placenteras al ver nuestro redondo planeta aún azul desde el cielo. Yo disfrutaba con sólo ver la velocidad con que veía moverse el mismo, o nosotros alrededor de él, y también del cambio de accidentes geográficos, e incluso de la variedad de colores, con el azul, el marrón y el blanco-grisáceo, la iluminación del negro celeste por las estrellas, así como de otros fogonazos cuyo nombre no sé. Vi después salir a dos hombres envueltos en una especie de escafandra novedosa de tecnología muy avanzada, que hicieron un recorrido fuera de la nave de unos veinticinco minutos, pero no se soltaron nunca, sino que estaban unidos mediante un cordón umbilical moderno que les proporcionaba sostén y oxígeno. No les veía el rostro, por lo que no pude deducir las expresiones que sentían en esa situación. Volvieron pronto, y se oyeron de nuevo frases de entusiasmo y alegría por lo conseguido. No se descorchó champan todavía. Poco después, aprecié que la nave debía ir descendiendo porque nuestro planeta se vería más grande y cercano, cada vez más grande y cercano de forma muy rápida. Pude ver países enteros de un vistazo y mares de un azul sorprendente. Entonces me preocupé, porque no sabía si el habitáculo donde yo estaba escondido se desprendería antes del amerizaje o no, comenzando a sudar, notando mi tensión y palpitaciones mientras persistía mi duda. Afortunadamente seguí entero, noté un balanceo ya cerca del mar en la caída y un golpe más seco e intenso que el de un aterrizaje de un avión cuando lo hace con turbulencias, pero me vi sin magulladuras ni hematomas, ileso, después de una incursión espacial gratuita, un poco gamberra y anónima.
Había muchos periodistas esperando la llegada y las declaraciones de aquellos personajes famosos que retornaban de la aventura y yo pasé inadvertido simulando en parte ser personal de mantenimiento o ayuda, con mi mono decorado y mi gorra gris. Los flashes chillaban y disparaban sus luces porque casi llegamos a la hora del crepúsculo. La cara de los viajeros era de satisfacción, sentían grandeza, se creían especiales, afortunados de ser los primeros, y lo compartían, ansiaban ser protagonistas de una epopeya épica y primigenia, aunque favorecida por los infinitos números de su cuenta corriente.
Eché de menos en las horas de mi espionaje espacial ver seres vivos fuera, porque el vacío ofrece tranquilidad cuando ya se ha perdido el miedo inicial a la mucha altura, pero no aporta sustancia, no tiene nada desde el punto de vista humano, aunque albergue innumerables átomos y restos de energías cósmicas como dicen los científicos. Extrañe también no poder tropezarme, aunque detrás del cristal, con el hijo literario de Saint- Exupéry. Creí vislumbrar la imagen o más bien la sombra de algunos gobernantes famosos, nacionales y mundiales, que muchas veces ostentan la capacidad de situarse a esas alturas estratosféricas, lejos de la tierra que pisan los mortales normales que trabajan e intentan vivir tranquilos, pero tal vez fueran engaños de mi mente desvalida, o del efecto de la ingravidez, que me gustó, pero no supe controlar, dando vueltas sin sentido una y otra vez.
Ya en la Tierra me di cuenta de que todo seguía igual, impávido e imperturbable. En la ciudad, las personas andaban con la mente en blanco o mirando los móviles, distantes, sin interacción social apenas, individualizados y desvencijados como terminales distantes de un ovillo que los dirige pero que no conocen, como piezas de una cadena de montaje necesarias para el mantenimiento de un sistema que ya no se controla, como entes cibernéticos privados de espontaneidad y de parte de la alegría natural que otorga la libertad innata, como vehículos de intereses espurios e insanos orquestados por seres o entidades perversas, cuando no de orates que pasan desapercibidos a la justicia. Varios kilómetros más allá de las afueras me percaté de que no estaban los árboles de un bosque que conocía desde siempre, posiblemente condenados a la guillotina sin motivos, sin que en su lugar hubiese más que la nada. Me acordé de nuevo de ese vacío inhumano, de ese espacio que no es completo, de esa ingravidez ya elegida, aunque con mucha probabilidad se vería adornado por elementos de hormigón en un futuro breve. No veía el color verde desde el espacio, y no lo veía tampoco ahora ya en la superficie que pisaba. El verde, lo verde, es lo que más he disfrutado desde que mis ojos pasaron a ser ventanas que se abrían al mundo.
No sé tampoco por qué me vinieron estas ideas a la cabeza; quizás porque las preocupaciones cotidianas no cambian con un giro en el viento cósmico o, tal vez, porque a las preguntas que me hago, las importantes, fuera de disquisiciones metafísicas irresolubles, sólo encuentro respuestas al lado de las personas que me aprecian y a las que quiero, posando, eso sí, y con fuerza, mis pies en el suelo…
¡DESTACAMOS!
















