¿Derecho a cambiar o deslealtad?

                        A Juli Sánchez,

ejemplo de lucha contra la adversidad.

Nunca la podremos olvidar.              

 

                                                                                                                                              “… ¿Sería un poco raro asegurar

                                                                                                                                                              una muerte digna

un manantial de amor

                                                                                                                                                                         una galería de recuerdos…?”

 

                                                                                                                                                                                                  Belén Reyes

            Asistimos, a menudo, a auténticos bandazos de opinión de algunos políticos, que ayer decían una cosa y hoy otra, sin el menor rubor. En parte, son explicables los cambios de opinión, si se ha llegado al convencimiento de que las cosas ya no son como se pensaba. No somos río, se suele decir. Podemos volver atrás o dar media vuelta y tomar otro camino. Los cambios, a veces, son incluso saludables. Pero es inevitable que se instale la desconfianza en quienes presenciamos desconcertantes virajes de actitud en nuestros semejantes de un día para otro. Somos humanos y estamos acostumbrados a la contingencia, a que todo cambie o se acabe, pero, a la vez, necesitamos algunas verdades no pasajeras a las que agarrarnos y personas en las que confiar.

Sobre la provisionalidad es imposible construir nada consistente. Más de una vez se termina una relación porque, en cualquier momento, una de las personas que la forman dice “ya no te quiero”. En muchas ocasiones tampoco se pone mayor empeño en que las cosas duren. Es como si se asumiera que todo viene con fecha de caducidad y el amor fuera un producto de consumo más.

La cuestión es si, bajo la excusa del derecho a cambiar que todo el mundo tiene, no estaremos justificando la deslealtad, el ser veleta, como si mantenerse fiel a unos principios y ser coherente fuera algo trasnochado y fuera de lugar. Si uno no cambia de criterio, puede ser tachado de inmovilista. En algunos sectores, tiene mejor prensa cambiar de opinión y hacerlo sin inmutarse. Además, parece que no pasa factura, que se puede sostener una cosa y al poco afirmar la contraria y no ocurre nada. Se ha instalado el relativismo. La palabra dada ha perdido buena parte de su valor. No sirve ni para mantener una cita. Se puede haber quedado con tiempo y, de repente, se recibe un mensaje de última hora anulando la cita, alegando un contratiempo, cierto o no. Salvo fuerza mayor, faltar a la palabra dada es faltar al respeto debido a otra persona. Hoy día, muchas veces, lo que se dice ya no va a misa ni a ninguna parte.

¿Quién nos asegura que el político que ha prometido una cosa no va a hacer la contraria? ¿Quién dice que quienes se juran amor eterno y lo firman y rubrican serán capaces de mantenerlo?

Santa Teresa de Jesús afirmaba que “Dios no se muda”, que está siempre cuando se le busca, que no se va. En cambio, entre los mortales proliferan los Pedros que niegan y los Judas que traicionan, quienes un día te suben a un pedestal y al siguiente ni te miran. Y lo grave es que el derecho a cambiar genera daños colaterales y víctimas, si se actúa sin empatía. Es cierto que, en la vida, salvo su finitud, pocas cosas hay seguras. Pero parece que nos hemos abonado a lo transitorio. “Las cosas duran lo que duran”, “nada es para siempre”, se suele decir. Eso puede tener la ventaja de evitar el aburrimiento y la monotonía, pero a costa de vivir permanentemente con la mosca detrás de la oreja, temiendo que aquello por lo que se ha apostado se vaya a pique de un momento a otro y sin previo aviso. “Hay que dejar fluir la vida”, se afirma. Cierto. Pero siempre que eso no signifique mandar a la gente que no lo merece a tomar viento.

Quizás lo que se intenta es que no echemos raíces, que no nos instalemos en la llamada “zona de confort”. Pero también puede suceder que vayamos de un lado a otro sin asiento, que en nada ni nadie nos volquemos de lleno porque puede ser que todo acabe abruptamente y sin venir a cuento. El riesgo es volverse inconsistente, gente de valores mutables a conveniencia. El peligro es ser víctima de marionetas advenedizas, personas que cambian de opinión de la noche a la mañana y van bailando al son de la música que otros tocan y les es favorable. Eso aumenta el escepticismo hacia todo y hacia los demás. Se preguntaba el peruano Watanabe cómo amar lo que tan rápido fuga, cómo ser guardián del hielo que veloz se derrite. Si todo es mudable, ¿en quién confiar?, ¿en qué puerto seguro atracar? Esa querencia por los cambios choca con nuestra condición de animales de costumbres, anclados a ellas, a las de siempre y a las que se cuelan de rondón en nuestra vida y la mejoran. Lo ideal sería estar abiertos a los cambios, pero sin renunciar a principios (honradez, coherencia…) sobre los que se debería asentar cualquier relación con los demás y la propia vida. Y que no deben pasar de moda jamás.

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