A Antonio Sillero Repullo,
científico eminente,
talento ruteño.
Que descanse en paz
en nuestro recuerdo
y siempre en la memoria colectiva de su pueblo.
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“Ama rápido”, me dijo el sol.”
José Watanabe
De paso estamos. “Como soplo son los días del hombre” (Salmo 144) o, como dicen los versos inmortales de Jorge Manrique, “¡cuán presto se va la vida!”. Noviembre nos recuerda el final, que esto se acaba. Este trajín, tanto afán, la briega diaria. Llegada la hora, no hay prórroga posible. Qué habrá después, nadie lo sabe. Al día vivimos. Con el pasado huido y el mañana por venir, no tenemos más que el presente al que nos agarramos. Y la esperanza de que todo no acabe aquí y el miedo a la marcha de los que queremos, a despedidas insoslayables, al vacío que sobrevendrá cerniéndose sobre los lugares donde estuvimos con quienes un día habrán de faltarnos. Tememos la punzada cruel, la herida abierta y sangrante de la ausencia, el dolor insondable y hondo de la pérdida, la vida palidecida sin remedio, a la deriva, si nos falta quien le dio color y sentido a los días.
Noviembre nos confronta con los grandes interrogantes del vivir. Gente que compartió con nosotros la existencia, hoy son recuerdo y nombres en una lápida. La muerte siempre amenaza con su guadaña y da al traste con proyectos de vida. A todos iguala y todo lo torna efímero, aunque haya en nosotros una pulsión de eternidad. Su brevedad confiere a la vida un valor especial. Toda la vida es única. No se puede editar, como si de un mensaje de móvil se tratara. No admite borradores. Aquí, en este mundo, de la manera que conocemos, se vive solo una vez. Pese a todos los avances – inteligencia artificial incluida – nada sabemos del después, cuando nos hayamos ido, dejando atrás – cantando y ya sin poder escucharlos – a los pájaros de los que hablaba Juan Ramón Jiménez. Atrás quedará el huerto y el pozo blanco… Lo que importa es la travesía, sí, pero, como diría Ángeles Mora, “¿puede terminar bien lo que termina?” ¿Y qué sentido tendría estar aquí un tiempo para luego desaparecer definitivamente, “después de tanto todo para nada”, como escribió José Hierro?
Siempre cabe la esperanza de que no sea así, de que nos aguarde después otra realidad, otro mundo que a nuestro entendimiento ahora se escapa. Soñamos con el paraíso, sin saber cómo habrá de ser y cómo podría existir alguno que no sea ver atardecer, saborear un buen café, escuchar una canción que nos gusta… Cómo puede haber paraíso sin los ojos de quienes queremos, sin el mar, sin olor a campo y tierra mojada, sin la luz esperanzada del amanecer, sin respirar el aire fresco de la mañana, sin todo lo que aligera la vida cuando pesa y cansa. Nada sabemos ni podemos saber a ciencia cierta del más allá, aunque la fe anhela que algo haya. Sabemos solamente que estamos de paso y que en esta vida debemos emplearnos a fondo porque cada día es un misterio y un regalo, y porque ignoramos el día y la hora en que se acabará esta aventura. Por eso, conviene vivir con ilusión, a ser posible, disfrutando de lo que nos hace felices. Sabernos de paso nos vuelve guardianes del hielo y, como en el poema del peruano José Watanabe, nuestra misión es la de “amar lo que tan rápido fuga”, cuidar lo fugaz bajo el sol, aun sabiendo que el hielo se derrite inevitablemente, que el tiempo se nos acabará un día. Aprovecharlo es nuestra tarea más urgente, aunque se nos escurra como agua entre los dedos y no podamos detenerlo salvo en los recuerdos.
Noviembre, con las velas y flores a los difuntos, es un recordatorio de que esto de vivir se acaba y, a la vez, un aldabonazo en nuestra conciencia, que nos urge a vivir sin demorar la dicha, huidiza y esquiva. Vivir es lo que importa, centrarse en el día entre manos, aprovechando la felicidad, si pasa rozándonos, y dándole cobijo en lo cotidiano, donde a menudo se refugia, en medio de nuestros quehaceres diarios. Que la llamada a vivir que nos hace noviembre no sea una llamada perdida. Devolvámosle la llamada. Que a la muerte solo cabe plantarle cara abrazándose a la vida y volcándose en ella y en exprimirla al máximo mientras se viva. Y así podremos decir, con José Hierro, “yo que he sentido una vez en mis manos temblar la alegría, no podré morir nunca”. Porque cada vez que nos sentimos felices es como si fuéramos eternos y le hiciéramos un quiebro a la muerte, por más que ella nos aguarde al final, indolente, y acabe ganando la partida. Y solo la esperanza de más vida la sobreviva.
















