Crónica de agosto

A María Gracia Luque Alba,
a Antonio Caballero Linares,
y a Mercedes Piedra (que leía este “Vivir para ver”)
ruteños vecinos del barrio de San Pedro,
que este verano se nos fueron.
Y a Vicente Ramírez Miranda, que por suerte vive todavía,
por la amistad que tuvo con mi padre (q.e.p.d.)
y por el entrañable afecto con que aún lo recuerda.

“Y mira al mundo. Y descansa
sin más hacer que añadir
tu perfección a otro día.”

Pedro Salinas

Un incesante transcurrir de días desde el último verano nos ha traído hasta este agosto cálido. Rute vuelve a celebrar sus fiestas en honor de la Virgen del Carmen, con su aurora y su novena. Vienen ruteños de fuera, que tuvieron que empezar de cero en otra tierra. Vuelven con otro acento y con tanta ilusión como nostalgia se llevarán en la maleta cuando regresen a su lugar de residencia. Volver es siempre un acto de valentía porque es darse de bruces con los recuerdos y porque cada año son más las ausencias y ya no está aquella tienda donde comprábamos de niños o han cerrado aquel bar al que íbamos, o ahora se llama de otra manera.

Este año se celebra que la Virgen del Carmen lleva cien años siendo la Patrona de Rute, paseando señorial cada 15 de agosto por las calles de su pueblo, acompañada por la magnífica banda municipal de música de Rute. Sonarán en la tarde-noche ruteña, entre otras, “Reina entre olivares”, de Antonio González Écija y “Siempre Carmen, siempre Patrona”, de Alberto Ramos Campos, dos talentosos compositores ruteños, y se escucharán los alegres y entrañables sones de “Reina y Señora”, compuesta por Francisco López y muy bien adaptada para la banda por Miguel Herrero.

Habrá, como siempre, quien no tenga ganas de fiesta, quien sienta que no puede con la vida, que se le ha vuelto demasiado cuesta arriba, tan dura que pesa y duele y amarga más de la cuenta. Tú, seguramente, saldrás a la calle a ver la procesión. Lo hiciste siempre. Al hacerlo, sientes que la vida es cíclica, que, aunque el tiempo pase sin remedio, hay cosas que vuelven, que, milagrosamente, permanecen. Sentirás, pasado el 15 de agosto, que el verano soñado encara su recta final y que pronto llegará septiembre, con su vuelta al cole, su regreso al trajín de obligaciones, su eterno recomenzar. El próximo verano volverá a quedar lejos, tanto como algunos sueños, y habrán de transcurrir unos cuantos meses hasta que los días se alarguen de nuevo y llegue otra vez agosto. Verás que la luz va mermando a medida que el verano avanza y que no hay quien pare el devenir incesante del tiempo, que los días son un soplo y corren y hasta vuelan, aunque haya que vivirlos uno por uno lo mejor que se pueda. Y así va pasándose la vida, como quien no quiere la cosa, sumando veranos y entre quehaceres y afanes, deberes y compromisos varios. Sabes de sobra que no tienes más que este agosto, este aquí, este ahora. Este verano que transcurre de una ola de calor a otra y las ganas que le pones a lo que te ilusiona. Sabes que solo cuentas con tu voluntad y tu capacidad de resistencia por toda fortaleza, el aliento de los que te quieren y el amparo que te ofrece lo que te gusta. Solo este vivir sin pedirle a las horas más de lo que ofrecen, la felicidad – no siempre fácilmente reconocible – de estar a gusto sabiendo apreciar la tranquilidad de los días sin sobresaltos, el encanto de lo cotidiano, de la vida que cada mañana, al despertar, se pone en marcha al subir la persiana, se sobrepone a sí misma y parece decirnos, como en el poema de Iribarren, “vuelve a intentarlo”. Pondrás brida a la desazón de no saber cuántas cosas han de pasar hasta que vuelva a ser agosto ni si tendrás fuerza para afrontarlas. Más vale no pensarlo. Vivir ya es mucho. Vivir, sí, sacudiéndose el cansancio que hacerlo produce a veces, vacunándose frente al tedio y el desánimo, inyectándose ilusión en vena al levantarse para que por uno no quede darlo todo y conseguir cada día la mejor versión de uno mismo, aunque en última instancia sea el azar quien manda y marca la pauta. Vivir, en fin, sin renunciar al poder salvífico de la risa ni a la comunicación con personas que nos hagan sentir bien y nos den alas, en lugar de recortárnoslas.
Es agosto, se acercan las fiestas, quedan días de descanso. Estamos vivos, quizás hasta ilusionados. Con eso debería bastarnos, sin que el deseo legítimo de disfrutar algo más y hacer real algún que otro anhelo nos impida gozar de los pequeños placeres cotidianos – ¡tan grandes e irrenunciables a la vez! – que acolchan nuestra vida, amortiguan las penas y nos alivian. Sin perder de vista que, por buenas que sean las fiestas, la felicidad suele vestir de diario y que la vida no necesita alumbrado extraordinario. Ya luce bien y deslumbra por sí sola cuando, a pesar de todo, también en agosto, con nuestros mejores ojos, aún esperanzados, la seguimos mirando.

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