Confinamiento, por Justa Gómez Navajas

A las víctimas del coronavirus, especialmente, a quienes han muerto en la residencia “Juan Crisóstomo Mangas” de Rute.

 Y a quienes no han podido despedirlos.

“Y será preciso no olvidar la lección:
saber, a cada instante, que en el gesto que hacemos
hay un arma escondida, saber que estamos vivos
aún. Y que la vida
todavía es posible, por lo visto.”

Jaime Gil de Biedma

Ni en el peor de los sueños, ni en el más descabellado de ellos, hubiéramos imaginado jamás estar confinados en nuestra casa, saliendo solo a comprar lo imprescindible, a la farmacia o al médico, y, lentamente, por turnos, en franjas horarias por edades. Nunca se nos pasó por la cabeza que nuestra vida pudiera parecerse a una película de ficción y que un organismo invisible a los ojos la pusiera del revés de la noche a la mañana.

Nuestros hábitos se han visto alterados y, a la vez, hemos ido incorporando otros nuevos. Desde hace varias semanas, salimos a las ocho de la tarde a aplaudir al balcón, en principio a todo el personal sanitario, pero también a quienes velan por nuestra seguridad y a los que han seguido trabajando para que no nos falte lo necesario. Quizás, incluso, nos aplaudimos a nosotros mismos, porque tiene mérito levantarse cada día con la mejor voluntad sin saber si escaparemos al virus, cómo afectará esta crisis a nuestro bolsillo, si podremos irnos de vacaciones, etc. Por eso, salimos a cantar “Resistiré”, como si necesitáramos recordárnoslo a diario para no caer.

Llegan mensajes y llamadas de gente interesándose por nosotros. Y se llena el móvil de ocurrencias y buenos deseos, quizás queriendo conjurar el virus o espantar la tristeza que provocan las espantosas cifras de contagiados y muertos. Aunque también se llena de bulos que sólo contagian odio o miedo.

A ratos, sobreviene el temor a que “el bicho” torne nuestra suerte y trastoque la rutina. Hay insolidarios que no respetan las normas, que tiran los guantes al suelo. Hay quienes se aprovechan de esta situación, quienes buscan culpables. Y, a diario, en un carrusel de emociones, el miedo se alterna con el coraje que hace falta para afrontar esta situación de aislamiento, que no todo el mundo sobrelleva igual. En función de la manera de ser y de las costumbres que se tengan, se hace más o menos llevadero el encierro. Desde diversos frentes, nos sugieren cómo llenar el tiempo: películas, gimnasia, manualidades, recetas, música, vídeos… Entretanto, quienes siguen trabajando ven cómo se les pasan los días sin darse apenas cuenta, volando. Pero a todos nos asalta la incertidumbre de no saber cuándo ni si volveremos a la vida normal, a la de antes. A lo mejor, en algunos aspectos, no queramos regresar a la vida que quedó suspendida a mediados de marzo: a las prisas, los agobios, el cielo contaminado, los atascos de tráfico, etc. El confinamiento está siendo para muchos un tiempo privilegiado para leer, para disfrutar de más horas con personas queridas, para recuperar antiguos contactos y acercarse a los de lejos gracias a las videollamadas. Para vivir dando importancia sólo a lo que la tiene y comprobar que se puede vivir con poco y que la vida de andar por casa es a menudo mucho más auténtica que la impostada a la que a veces nos obliga el estar en sociedad. De algún modo, este tiempo extraño nos está permitiendo recuperar la esencia de las cosas, lo que llena de verdad. ¡Quién nos iba a decir que íbamos a necesitar de una pandemia como la que asola medio mundo para conocer a nuestros vecinos de al lado! Lo peor es que nos faltan los abrazos que quedaron suspendidos y los besos que no se están dando. Y duelen los viajes anulados y los que no se harán hasta Dios sabe cuándo. Pero, por suerte, la ternura, el cariño y los detalles no están en cuarentena.

No sabemos si saldremos mejores de esta insólita experiencia. Sabemos sólo que muchos ya no saldrán. Se nos han ido sin poder evitarlo, sobre todo muchos mayores. Ellos, que vivieron tiempos recios, no han podido con esto. Queda en quienes los sobrevivimos una grieta honda de dolor por los que se han marchado solos y deprisa. Es probable que, una vez que creamos que todo ha pasado, volvamos a las andadas de siempre. Pero esta situación que vivimos nos debería hacer recapacitar y servir de lección para entender lo valioso de la vida, que pende de un hilo y se nos puede ir en cualquier momento. Y hacernos aprovechar mejor el tiempo, que no es eterno, y apreciar más la libertad de salir y entrar y las muestras de afecto, ahora con distancia impuesta por medio.

Ojalá fuese cierto que todo sucede por algo, aunque mejor que no hubiera sucedido todo esto. Este cruel coronavirus ha venido a bajar los humos de la humanidad, que ha descubierto, tal vez demasiado tarde, que, como dijera Gil de Biedma, “la vida iba en serio”. Pero algún día volveremos a echar las campanas al vuelo y a recuperar uno a uno los abrazos y los besos pospuestos. Ya va quedando menos para hacerlo.                                   

 

 

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