¿Cómo será no ser?

A los que nos dejaron con la esperanza del reencuentro…

                                                                                                                                      “¿Quién hará pan de mi trigo?”

                                                                                                                                                                                                                                                         J.M. Serrat

¿Cómo será no ser? ¿Qué haremos cuando dejemos de ver lo que amamos? ¿Qué será de nuestras cosas sin nosotros? Un día no sospechado la muerte pisará nuestro huerto, como cantó Serrat. La conciencia de que nos vamos nos puede hacer relativizar todo o dedicarnos con más ahínco y urgencia a vivir, aprovechando cada momento, sabiendo que es único y se escapa, por más que intentemos retenerlo. No queremos pensarlo, pero sabemos que llegará el día. Lo que pasa es que bastante tenemos con vivir como para estar pensando que nos vamos. Así, vivimos como si no hubiera mañana – aun esperando que lo haya – y nos tomamos a pecho las cosas, a veces demasiado. Porque tampoco somos tan trascendentes. Una vez idos, nos cubrirá el olvido. Seremos, si acaso, un recuerdo pasajero, si alguien nos nombra o nos piensa. Tampoco aspiramos a la posteridad. Bien es verdad que, si todo acaba en este mundo, aun siendo fascinante la aventura, no sabemos si, en realidad, obedece a lógica alguna. Porque, ¿qué sentido tiene existir para acabarse? ¿Lo tendría vivir eternamente? ¿Llegarían a cansarnos las cosas que siempre nos gustaron? No sabemos. No nos cansamos de ver los lugares donde fuimos felices, pero sí hastía darse de bruces con cosas que no cambian, con la peor parte del ser humano, capaz de odiar, matar, retirar el saludo al que piensa distinto, pelearse por una herencia, hacer daño sin ton ni son, aborrecer a quien antes quiso… Las decepciones cansan. Esperar que las cosas o la gente cambien produce una tremenda impotencia porque no solemos cambiar, y con frecuencia es a peor. Y eso va cargando las espaldas, levantando suspicacias, quitando brillo a la mirada, retardando la sonrisa, endureciendo el corazón, temeroso de confiar en quien puede fallar y de partirse de nuevo, por otro lado.

       Los humanos nos enfrentamos desde nuestra pequeñez al enigma de la vida. Y, por más vueltas que le damos, no la entendemos. Solo cabe disfrutarla, admirarse de la belleza de lo que existe, del milagro del mundo, del esplendor de la naturaleza, de la riqueza de ser muchos y todos distintos, por fortuna, cada cual con su aspecto, con su voz… Entender la vida no nos ha sido dado, por más que teoricemos sobre ella. ¿Cómo se explica el dolor? ¿Cómo la pena? ¿Qué razonamiento justifica el mal, la injusticia o la miseria? No lo encontramos y lo único que cabe hacer es soportar como se pueda el sufrimiento, cuando llega, y admirar, atónitos, cada atardecer y el advenimiento de un nuevo día, y los ciclos de las estaciones, y el curso imparable de la vida.

Noviembre, con su ritual de santos y difuntos, cada vez más diluido, nos trae la certeza del final de nuestra existencia. Y, ante eso, solo cabe ofrecer la dignidad de nuestra resistencia, “la enloquecida fuerza del desaliento” – que dijo Ángel González -, la sencillez de quien se sabe fugaz y de paso, apenas una mota en un universo que le desborda. Solo podemos, mientras el corazón nos lata, extasiarnos ante los encantos que tenemos cerca, aprovechar todo lo bueno que nos roce y disfrutar de la vida, en tanto nos aliente y sostenga. Y atesorar para nuestros adentros lo que nos llene, porque eso, como suele decirse, es lo que nos vamos a llevar, no sabemos bien adónde ni cuándo… Lo perentorio, lo más urgente, es no desatender los deseos del corazón, las cosas aún capaces de alborozar el alma y hacernos desperezar cada mañana. Y así, venga lo que venga cuando el telón se baje, podremos tener a gala decir que por nosotros no quedó apurar ni un poso de dicha, ni decir o hacer a tiempo lo que creímos que había que decir o hacer.

No sabemos cómo será no ser, pero sí sabemos, más o menos, qué es vivir: ese levantarse y recomponerse y marchar de frente y adelante una y otra vez; ese tirar del ovillo de los días envolviéndonos en ellos hasta que se acabe la madeja; esa manía de abonar ilusiones y sueños por doquier, y volver a lo andado y querido, y descubrir cosas y caras nuevas… A ese afán de bebernos la vida a sorbos lentos o de un trago hasta calmar la sed, según se tercie, queremos seguir entregándonos hasta que venza el plazo, implorando prórroga para aquello que nos gusta y la promesa de un “continuará…”, como el de las películas, para los momentos más felices que hemos vivido y todos los que nos queden por vivir. Que sean muchos, que aquí estamos hasta acabar el calendario, abriendo de par en par a la dicha los brazos.

 

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