Ciegos que, viendo, no ven

En el regreso de nuestro diario El Canuto, resulta casi imposible no dedicar este primer artículo a la causa que nos ha mantenido confinados en casa, de manera total, durante más de 40 días. ¿Quién nos lo iba a decir? Nosotros, los humanos, especialmente los hombres y mujeres que hemos tenido la inmensa suerte de nacer en países de abundancia y riqueza. ¿Quién iba a pensar que hubiese algo que escapase de nuestro control de tal modo que dirigiese el devenir nuestra vida diaria, de nuestras salidas, de nuestra libertad? ¿Pero qué osadía es esta?
Releyendo estos días una de las novelas que más me han impactado hasta la fecha, ‘Ensayo sobre la Ceguera’ de José Saramago, me detengo de nuevo en las verdades que el escritor expuso en 1995. Una pandemia de ceguera afecta a toda la población, excepto a una persona. Desde entonces, los ciudadanos luchan por sobrevivir en un mundo en el que gana quién menos escrúpulos tenga. Parece que el argumento nos resulta familiar. No es de extrañar que la lectura de esta obra se haya disparado durante esta crisis sanitaria mundial.
Dentro de la ficción del argumento que crea Saramago, encontramos una realidad que estos días también se nos ha hecho patente, quizás inadvertida para muchos, pero esencial para todos. El autor nos hace a todos iguales: sin nombre, ciegos, indefensos, perdidos, al fin y al cabo, desnudos. Desnudos de todo lo que creemos que nos hace mejores y nos protege, desnudos frenteal egoísmo, la desconfianza, la mezquindad de una sociedad que nos parece tan perfecta, pero que queda reducida a la oscuridad del instinto.
La ceguera es la pérdida de la razón, es obedecer a los dictados de nuestros impulsos más primarios olvidándonos de lo que conforma nuestra esencia como seres humanos. Soledad y miedoquizás sean los sentimientos que hacen al ser humano comportarse como es en realidad. Apreciamos esa transformación de la personalidad humana cuando la necesidad nos ahoga y perdemos nuestra innata racionalidad, y tenemos la opción de sucumbir a esa ceguera personal a la que nos arrastra la vida o aprender a vencerla. El autor lo refleja afirmando con rotundidad en sus páginas que “aún está por nacer el primer ser humano desprovisto de esa segunda piel a la que llamamos egoísmo”.
Entre los personajes, destacauna mujer que hace de mano redentora valiéndose de su suerte, al ser la única que puede ver en ese mundo de ciegos. La figura femenina se alza como guía frente a sus compañeros quienes, ante la pérdida de su innata racionalidad, no dudan en seguir sus más bajos instintos movidos por la desolación de la situación. Es ella la que se presenta como salvación frente al resto de mortales, una figura que en la vida real también podemos encontrar como ayuda a todos aquellos que no ven, o no quieren ver, el mundo en el que habitan. Una figura que hemos visto reflejada en tantas personas que estos días han regalado hasta lo indecible por salvarnos a todos.
La primera vez que leí esta obra magistral algo muy distinto me obligó a confinarme en casa. Tenía dieciocho años. Era el 11 de marzo de 2004. Ocho de la mañana. Veinticuatro minutos antes se había producido la primera de las diez explosiones que ahogaron y silenciaron Madrid durante días. Mi autobús atravesaba la Plaza del Emperador Carlos V camino de la Universidad sin saber muy bien qué nos estaba pasando. Horas más tarde, después de refugiarme en casa de una amiga, pude regresar a casa, a escasas manzanas de la castigada Estación de Atocha. También nos confinamos, pero fue por voluntad propia. En aquella ocasión, el horror sembraba las calles y las sirenas no dejaron de sonar en uno de los días que recuerdo más largos de mi vida.
¿Realmente nos hemos detenido a aprovechar esta etapa para ver más allá de lo que nuestra rutina diaria nos permite? ¡Claro que se han vivido situaciones dramáticas! Millones de casos extremadamente graves que se han sucedido lo largo y anchoe de todo el mundo, especialmente los provocados por la pérdida de familiares o la economía. Pero muchos otros, ¿tenemos derecho ni tan siquiera a pensar en quejarnos? Salud, trabajo, nevera llena, mando a distancia, libros por doquier y compañía. Si lo pensamos, seguro habría mil y una formas distintas de haber hecho frente a esta situación. Cada uno, desde nuestra óptica y con nuestra ideología, tenemos la solución perfecta, pero: ¿nos hemos abandonado a la queja constante o hemos aprendido a mirar más allá?
“Creo que nos hemos quedado ciegos, creo que estamos ciegos, ciegos que ven, ciegos que, viendo, no ven”. Saramago termina así su ensayo aportándonos la verdad sobre la naturaleza del hombre. Muchas veces formamos parte de ese núcleo de ciegos que no reconocen la suerte de los mil detalles que tiene a su alrededor. Y no hace falta bucear tanto, seguro los podemos encontrar en la palma de nuestra mano. Muchas veces somos ciegos. Ciegos que, aun en las peores circunstancias económicas o sociales, no ven esa mano que viene a darles aliento. Porque siempre hay luz, aunque caminemos entre tinieblas. Y porque no todo es material, simplemente despertar cada mañana ya es una suerte.

Deja un comentario